La mendiga trabajadora



No se qué edad tiene, pero cuando vine a vivir a mi domicilio ya  estaba aquí, en el mismo banco de la calle Ferrocarril de Madrid, frente a una sala de juegos y un garaje en el que entran y del que salen automóviles de alta gama.

Mi hermano Justo y yo vivíamos muy próximos. Él ya la conocía cuando compró su casa en 1974 poco antes de casarse. Lleva, pues, al menos cuarenta y un años en el mismo sitio.

Aunque no haya ninguna escritura de por medio, el banco, donde descansa, duerme y guarda sus mínimas pertenencias en bolsas de plástico, cajas de cartón y un desvencijado carro, es su propiedad y como tal le respetamos los vecinos del barrio. Nadie le dice nada pero todos la aceptamos, a pesar de su aspecto sucio. Supongo que los servicios sociales del Ayuntamiento o de la Comunidad Autónoma habrán hablado con ella y la habrán informado de las asistencias que pueden facilitarla, pero estoy seguro que se habrá negado a todo.

Hubo un tiempo que lo pasó mal. Hablaba en voz alta, gritaba y gesticulaba como si estuviera trastornada o bebida, o las dos cosas a la vez. No recuerdo si coincidió con las dos reformas de la calle Ferrocarril que he conocido, cuando taparon la vía del tren que unía las estaciones de Atocha y Príncipe Pío mediante un bulevar, o cuando lo suprimieron y dejaron la amplia calle como ahora está.

Superó su trastorno y de qué forma. Comenzó a trabajar. Por las mañanas se lanza a la busca de botes de refrescos y de objetos metálicos por las calles del barrio y lleva su botín a su banco. Allí mete los botes en bolsa de plástico y los golpea con un madero o, incluso saltando sobre ellos, hasta que los va laminando. Desatornilla el somier de tablas, el motor de una lavadora o un radiador de hierro. Luego lleva su producto a una chatarrería próxima que hay en el Paseo de Santa María de la Cabeza, junto a un restaurante chino, entre cuyos clientes se encuentran miembros de la realeza. Allí valoran y pesan el material que les lleva, que son incapaces de recoger ellos, y le dan unos euros.

Con ellos en la mano acude a una tienda de alimentación regida por orientales, o a un supermercado y compra agua, leche, pan de molde y algo de embutido. Ya tiene comida para uno o varios días. Cuando se la va terminando, vuelve a su trabajo empezando por la barojiana busca. Algún día la he visto por la calle Canarias, cerca del comedor social.

También me la he encontrado en la Glorieta de Embajadores,  entrando o saliendo de los baños públicos que allí hay, esquina a la calle Miguel Servet.

La veo a diario, cuando voy con Bruno, mi perro,  a comprar el periódico y las revistas. La contemplo con admiración,  pues, aún dentro de su miseria ha sabido organizarse para sobrevivir y no caer en la enfermedad mental o en la perenne borrachera. La miro con afecto silencioso, aunque no sepa ni su edad, ni su nombre ni de qué color tiene los ojos. Pienso que soy egoísta por no hablar con ella, por no preguntarle si la puedo ayudar en algo, pero, en nuestra muda relación, ella y yo sabemos que nos tenemos el uno al otro si algo la sucediera. No es un elemento del paisaje más o menos pintoresco: es, ante todo, un ser humano.



Comentarios

  1. Yo recuerdo a una mendiga parecida que transitaba por la Avenida del Valle y el paseo de Reina Victoria. También recogía por las papeleras y basuras del barrio. Luego tuvimos noticia de su muerte y salió en la prensa que bajo el colchón donde dormía en su casa encontraron miles de billetes, atesorados durante toda su vida indigente

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  2. Y noches heladorras la he visto en su banco. Alucinante.

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