MEMORIAS DE UN BIBLIOTECARIO DE LA TRANSICIÓN POLÍTICA Y TECNOLÓGICA


9. EL SERVICIO DE DEPÓSITOS GENERALES Y PRÉSTAMOS



Una mañana de 1989, harto de las tensiones psicológicas padecidas durante el proceso de selección de la aplicación informática que debería sustituir al SABINA (Sistema Automatizado de la Biblioteca Nacional) y de las “indicaciones” o presiones recibidas de algunas multinacionales informáticas, decidí pedir una reunión con María Teresa Simarro Martínez, gerente de la Biblioteca Nacional, y exponerla mi situación laboral y anímica. Me escuchó con atención y decidió que no podía continuar en esa tesitura. Me pidió que aguantara unos días, hasta que hablara con el director de la Biblioteca Nacional. Así sucedió: jornadas más tarde, la secretaria de dirección me llamó por teléfono para decirme que subiera al despacho a una hora determinada. Llegado el momento, tomé el ascensor que conducía al despacho ubicado en la cuarta planta, próximo al espacio ocupado por el Centro Nacional del Patrimonio Bibliográfico. Cuando entré en él, se encontraban Juan Pablo Fusi, María Teresa Simarro y María Luisa López Vidriero Abelló, cuyo despacho se encontraba en el destinado al último subdirector, D. Manuel Carrión Gútiez. La verdad es que me sorprendió la presencia de mi antigua amiga y compañera de la biblioteca de la Universidad Complutense. En esa época desempeñaba el puesto de directora del amplísimo Departamento de Referencia. La sorpresa también me orientó sobre por dónde habían encontrado una posible solución para mi situación.

Nos sentamos en una mesa circular y tomó la palabra Juan Pablo Fusi. Empezó elogiándome por el trabajo realizado como jefe del Servicio de Informática. Me dijo que la decisión adoptada en cuanto al sistema automatizado elegido, no me la debía tomar como una censura hacia mi persona. Siguió hablando de dos hechos que habían sucedido recientemente: la incorporación de las funciones de la suprimida Biblioteca Nacional de Préstamo en la Biblioteca Nacional y el traslado de la responsable del Servicio de Salas Generales, Trinidad Denis Zambrano, a otro puesto de trabajo. A estos acontecimientos, había que añadir la necesidad de supervisar las obras del edificio, que se iba a comenzar a construir en la carretera de Alcalá de Henares a Meco, y que iba a ser la sede de la mencionada Biblioteca Nacional de Préstamo. A todo ello, se sumaba la reforma del Depósito General de la sede del Paseo de Recoletos, que se iba a acometer, para dotarlo de un sistema de climatización, detección y extinción de incendios. La conclusión era la conveniencia de crear una unidad que se encargara de la gestión de todas estas tareas, adscrita al Departamento de Referencia, y cuya jefatura me ofrecían como alternativa al Servicio de Servicios Informáticos que venía desempeñando. La nueva unidad se denominaría Servicio de Depósito General y Prestamos.

No puedo negar que la oferta me sorprendió. Era un cambio radical en el trabajo, que venía desempeñando durante mis nueve años anteriores (incluidos los que trabajé en Auxini, Organización de Consultores) consagrados a la informatización de bibliotecas. Yo esperaba algo relacionado con mi otra especialidad por aquel entonces: la bibliografía y las obras de referencia. Obviamente, no estaba en condiciones de exigir nada. Una ventaja era mi dependencia de María Luisa, mujer a la que apreciaba y quería desde los años de la Universidad Complutense. Otra, la posibilidad de salir de las fuertes tensiones a las que estuve sometido con la automatización y que habían terminado por estresarme y cambiarme el carácter. Al final acepté. Fusi me felicitó y María Luisa hizo lo mismo, a la vez que esbozaba una amplia sonrisa mientras me miraba con afecto. Maite, María Teresa Simarro, se quejó en broma. “¡María Luisa, me has quitado el novio!”. Era una complicidad que sólo entendíamos Maite y yo. Ella me decía en broma que pasaba más horas conmigo que con su novio. Yo la debo mucho y la guardo un profundo cariño. Soportó mis quejas y mis pesadumbres como jefe del Servicio de Servicios Informáticos. Trató de resolver muchas de mis demandas, al contrario que su predecesor, Pablo Fernández, que siempre consideró que la automatización y yo éramos un forúnculo dentro de la Gerencia de la Biblioteca Nacional. Maite se agarró de mi brazo y me besó en la mejilla. Luego me soltó y volvió a la realidad. Antes, dijo, había que gestionar el cambio de denominación del Gabinete de Salas Generales y conseguir dotación presupuestaria. Me pidió que hiciera un cálculo de las necesidades básicas que iba a precisar. María Luisa se ofreció a ayudarme de inmediato.

Las gestiones que había que realizar eran más amplias de las enumeradas. Había que crear y dotar de infraestructura un servicio (el que luego se denominaría Unidad de Coordinación Informática, UCI) que alojaría el nuevo sistema informático (ordenador Fujitsu y sistema de gestión de base de datos ADABAS) y los puestos de trabajo de los responsables de su implementación y desarrollo. Éstos fueron Carlos Ubaldo Ruiz y Xavier Agenjo Bullón, que abandonaría el cargo de Jefe de Servicio de Catálogo Colectivo. Carlos dependería del Subsecretario del Ministerio de Cultura y Xavier, al que animé para que me sustituyera, obtenía un mayor rango orgánico y económico al que yo tuve.

Mientras todo esto se llevaba a cabo, me reunía con María Luisa para ver cómo se podía potenciar el servicio de préstamo interbibliotecario de la Biblioteca Nacional, pero sin alcanzar la envergadura y los costes de la Biblioteca Nacional de Préstamo, a la que se oponía la Dirección General de Bibliotecas y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

Este servicio llevaba años funcionando. Yo recuerdo cuando se encargaba de él María Oyarzun, funcionaria del Cuerpo Facultativo de Bibliotecas, con la que colaboraba Maite Aristegui, funcionaria del cuerpo auxiliar administrativo, amiga de mi hermana Eloísa. Después se unió Carmen Ortega Benayas, Mamen, una bibliotecaria contratada del nivel 1, Licenciada. Mamen era una mujer guapa, menuda, de un exquisito gusto en el vestir, que nos llamaba la atención a cuantas personas nos cruzábamos con ella. Cuando adscribieron el préstamo interbibliotecario al Servicio recién creado, las personas que efectuaban las funciones eran Mamen, Juana Fuentes, también bibliotecaria, y José Luna, auxiliar administrativo, buena persona, apabullado por sus dos compañeras, y con el que pronto sintonicé.

Atendían, básicamente, las peticiones de libros solicitados por bibliotecas españolas y extranjeras y tramitaban las peticiones de los escasos usuarios de la Biblioteca Nacional que conocían esta prestación, como el político Ernest Lluch. Había problemas para adquirir los formularios de la British Library Document Supply Center, por lo que las reproducciones de artículos de revistas se cursaban a través del servicio de reprografía. Este hecho originaba unos tiempos de respuesta elevados. Este diagnóstico me sirvió para orientar las primeras acciones a realizar o. como se dice ahora, a establecer una hoja de ruta.

En primer lugar, había que utilizar el tercer ejemplar recibido por depósito legal para los libros españoles demandados por las bibliotecas. De esta forma no se veía afectado el servicio de lectura en sala. Un inconveniente era que, desde que se fundó la Biblioteca Nacional de Préstamo, el tercer ejemplar estaba almacenado, sin orden ni catálogo alguno, en las naves alquiladas en San Fernando de Henares de las que se hablarán más adelante. Si había dos copias, se prestaban la puesta a disposición de los usuarios respetando siempre la destinada a conservación, la que teníamos que legar a la posteridad. En el supuesto de sólo hubiera un ejemplar de la obra solicitada en las colecciones de la Biblioteca Nacional, se hacían dos copias en microficha: una se destinaba a la unidad en la que estaba depositada el ejemplar original y la otra a la denominada colección de préstamo interbibliotecario. Ésta era la que se enviaba a la biblioteca peticionaria con el compromiso de que devolviera la microficha cuando el lector hubiese terminado su consulta. De esta manera contribuíamos a la conservación de la colección y a mejorar el servicio de préstamo interbibliotecario de las obras únicas.

Las reproducciones de colaboraciones publicadas en monografías o en revistas, no presentaban problema alguno si las teníamos en nuestras colecciones. Más complejo resultaba las fotocopias de artículos editados en revistas españolas. La complejidad se derivaba de la demora en la entrada del número en el que aparecía el artículo en cuestión en la Biblioteca Nacional. La demora procedía del retraso de los impresores en depositar las últimas entregas en la oficina de Depósito Legal. A ella se añadía el tiempo necesario para sellarlas, registrarlas y colocarlas en su ubicación en el depósito. En algunos casos había que recordar a los editores de las publicaciones periódicas la obligación de entregar los ejemplares previstos por la normativa de Depósito Legal de cada número que se editara y no sólo del primero y cada vez que la editorial cambiaba de impresor. Estos hechos, unidos a que la mayor parte de la edición nacional se centraba en las ciencias sociales y humanas, ocasionaban una crítica feroz por las bibliotecas españolas y extranjeras, que pedían una fotocopia con cierto apremio. Eso sí, las reproducciones se enviaban lo antes posible utilizando para ello la tecnología más avanzada de la que entonces disponíamos: el fax.

Una de las opciones para que el servicio de préstamo interbibliotecario atendiera a las bibliotecas biomédicas, científicas y técnicas (las que más usaban esta prestación), pasaba por constituir una colección de revistas extranjeras especializadas en estos dominios del saber. Esta alternativa requería un importante presupuesto para suscribirse a los títulos más citados o destacados. En teoría, se suponía que las bibliotecas universitarias y las dependientes del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) debían disponer de estas revistas, lo que implicaba una duplicación de costes. Este fue uno de los motivos por los que se desestimó la Biblioteca Nacional de Préstamo, dirigida por la relevante bibliotecaria Alicia Girón García.

En cuanto al servicio de préstamo interbibliotecario a los usuarios y, sobre todo, investigadores de la Biblioteca Nacional de España, nunca llegó a despegar de forma importante. Las causas se encontraban en que las materias de estudio eran la historia, la literatura y los impresos españoles antiguos. Ambas disciplinas estaban bien cubiertas por la política de adquisiciones de la Biblioteca Nacional al comprarse los libros y las principales revistas extranjeras que versaran sobre España y su cultura. Sí se cursaban peticiones de libros extranjeros, artículos de publicaciones periódicas a la British Library y a The Library of Congress de Estados Unidos de Norteamérica. También se adquirieron la versión en microformato de algunas ediciones españolas que no constaban en las colecciones de la Biblioteca Nacional de España. Me falló definir con los servicios especiales, fundamentalmente, el de manuscritos, incunables y raros, una estrategia para comprar de forma sistemática un microfilme o microficha de los incunables, postincunables e impresos de los siglos XVI al XIX, que no figuraban en las colecciones de la Biblioteca Nacional, pero sí en otras bibliotecas españolas o extranjeras. Hoy creo que resulta más factible llevar a cabo esta idea y con más calidad, gracias a la digitalización de las bibliotecas patrimoniales.

No me puedo quejar. El equipo directivo gestionó la contratación de dos bibliotecarios titulados superiores, que, además, se habían formado en Estados Unidos: Luis Mira y Eliana Benjumea Azorín; de tres auxiliares de bibliotecas, que buscaban y colocaban las publicaciones en los depósitos, preparaban los paquetes y realizaban las fotocopia: Javier Ramírez Carrobles, Paloma Benito y María Zapata; un fotógrafo: Leocadia Buendía hijo y dos auxiliares administrativas: Beatriz Martín y Beatriz, mi primera “secretaria”. Todos ellos reforzaban al equipo inicial del servicio de préstamo interbibliotecario formado, como ya he dicho, por Carmen Ortega Benayas, Juana Fuentes y José Luna. Un poco más tarde conseguí que se creara una Sección, al frente de la cual estuvo mi amiga y compañera María Antonia Chiverto Pareja. Se adquirieron ordenadores personales, una fotocopiadora y un fax. Luis y Eliana desarrollaron una aplicación informática basada en DBASE III.

La primera ubicación de la Sección fue las antiguas dependencias de la Sección de Hispanoamérica, situada en la cuarta planta de la zona destinada a las secciones especiales y hoy al edificio técnico. Sus fondos, formados por publicaciones antiguas procedentes de la Biblioteca de Ultramar, más los libros adquiridos por otros procedimientos relativos a las antiguas colonias españolas, se integraron en el Depósito General. La colección estaba. El emplazamiento no era el ideal en relación con el investigador, que requiriese de nuestras funciones, pero todos éramos conscientes de que era una ubicación provisional.

En efecto, poco tiempo después nos trasladaron al espacio que ocupó la extinta Sección de África, formadas con el legado de Tomás García Figueras. Esta ubicación (se encontraba en la primera planta de la citada zona) estaba mejor, pues nuestros vecinos eran los compañeros de la Sección de Bibliografía. A ella acudíamos cuando necesitábamos consultar algún catálogo o directorio. Sin embargo, era un local extremadamente frío, pues la pared, que daba a un patio interior, estaba formada por una fina lámina de alabastro. Se enfriaba por las noches y las bajas temperaturas se irradiaba hacia el interior. No resultaba raro vernos trabajar con los abrigos puestos, sobre todo durante el invierno en el que no hubo calefacción, pues desmontaron durante las obras la antigua y no se había instalado aún la nueva.

A lo largo de los años que estuve al frente del Servicio de Depósito Generales y Préstamos (de 1 de agosto de 1989 a 21 de octubre de 1993, como he dicho) hubo cambios en la plantilla de la Sección de Préstamo Interbibliotecario: Luis y Eliana fueron sustituídos por Gregorio Cantarero y Moisés García de la Torre; Beatriz, fue reemplazada por María Jesús Andrade Zumaquero. Asimismo, se incorporó una funcionaria del grupo C, María Luisa Cisneros, que me advirtió que, según las especificaciones de su cuerpo, no podía manejar máquina de escribir. A lo largo de los años, se incorporaron Juan López García y Lourdes del Rosal. María Antonia Chiverto se trasladó a la Biblioteca Pública de Madrid y fue sustituida por Inmaculada Bravo Millán, reemplazada, al solicitar la excedencia, por María Jesús Martínez Martínez.

También puedo narrar una anécdota reveladora de la pujanza del terrorismo. Los años que dirigí el Servicio coincidieron, además de con la época más dura de las obras de remodelación de la sede del Paseo de Recoletos, con el periodo de más actividad del terrorismo de ETA. Los auxiliares de bibliotecas y los especialistas de almacén se ocupaban de toda la cartería de la Sección: recepción y envío de correspondencia, preparación de paquetes, franquicia, traslado a las Oficinas de Correos … Un día llegó un envoltorio que presentaba ciertas manchas y características, que, según la Policía Nacional, lo convertía en sospechoso. Se apartó y se llevó a los guardias de seguridad. Al pasarlo por el escáner, se descubrió que el presunto libro, que nos mandaban, escondía un explosivo. Se lo llevaron y lo explosionaron procurando que no transcendiera a la prensa.

Relacionada con la Sección de Préstamo Interbibliotecario, se encontraba lo que empecé a denominar Segundo Depósito. Éste no era otra cosa que dos naves, que se alquilaron durante el periodo de vigencia de la Biblioteca Nacional de Préstamo. Se encontraban en los números 48 y 52 de la calle Arroyo de Teatinos de San Fernando de Henares, muy próximas a la estación de ferrocarril. La superficie de cada nave era de unos cinco mil metros cuadrados, si no recuerdo mal.

La del número 48 contenía los libros procedentes de la Biblioteca Circulante del suprimido Centro Nacional de Lectura, el segundo y el tercer ejemplar de las monografías recibidas de las oficinas provinciales de Depósito Legal, las colecciones de las Salas Universitaria y General y de la biblioteca circulante de la Biblioteca Nacional de España. En ella había otras publicaciones, que ahora no recuerdo, pero que inventarié en un extenso y detallado Informe. En esta nave se preparaban lotes de libros múltiples que se depositaban en bibliotecas de colegios, instituciones, sociedades benéficas y asociaciones no lucrativas.

La nave del número 52 albergaba la colección de reserva de las publicaciones periódicas españolas recibidas por Depósito Legal.

Estos fondos bibliográficos constituían el núcleo fundacional de la citada Biblioteca Nacional de Préstamo. Se custodiaban allí hasta que finalizaran las obras de construcción de la biblioteca que se iba a erigir en los terrenos cedidos por la Universidad de Alcalá de Henares, ubicados en la carretera de Alcalá al pueblo de Meco y próximos a la prisión de Meco. La única condición, que impuso la Universidad, fue que se construyera una sala de lectura, a la que pudieran acudir sus estudiantes y profesores para consultar las publicaciones.

Ambas naves eran muy similares. Había una gran superficie con estanterías y una entreplanta que se habilitaron como oficinas para realizar los trabajos técnicos y administrativos. En ella desempeñaron sus funciones una serie de contratados laborales fijos y eventuales, que procedían de la Biblioteca Nacional de Préstamo. Entre ellos recuerdo a Miguel Cruz Alberich, encargado de la nave 52, a María del Carmen Corrales Salazar, que se ocupó de la nave 48, María Isabel Villar Morro, contratada laboral eventual del grupo 1, José Emilio Chacón Quintana, José Luis Murcia Toledano, Miriam Gálvez y algunas personas más cuyos nombres ahora no recuerdo.

La seguridad de las naves corría a cargo de dos vigilantes de una empresa y de dos perras llamadas Debi y Pibi. Debi fue una perra de raza pastor alemán, que un día llegó a los jardines de la Biblioteca Nacional. Allí la acogieron el director, Juan Pablo Fusi, y María Luisa López-Vidriero Abelló. La bautizaron con el nombre de Debi, abreviatura de Departamento de Bibliografía. El animal estaba atado a un árbol de los jardines y ladraba de forma desaforada. Un día me llamaron al despacho de la dirección y me propusieron llevar a Debi a las naves de San Fernando. Yo, amante de los animales y, en especial, de los perros, accedí, pues consideré que podía ayudar al vigilante nocturno. Una mañana se llevaron a Debi en la furgoneta en la que se trasladan las publicaciones a San Fernando de Henares. Así me convertí en el primer funcionario civil con una unidad canina a su cargo. Nunca supe su categoría laboral ni el importe de su retribución por hacer de perra guardiana.

Tiempo después, me llamaron por teléfono desde una de las naves. Me dijeron que se habían encontrado otra perra de la misma raza que Debi y que la habían acogido, pues le venía bien al guardia jurado nocturno para que vigilara la otra nave. Lo único que les dije es que la llamaran Pibi de Préstamo Interbibliotecario. En una de mis visitas esporádicas a San Fernando de Henares y a Gefidocs en el tren de cercanías, la furgoneta o el coche de incidencias de la Biblioteca Nacional, Pibi mordió y rompió los bajos de un pantalón de verano de color marrón claro y de la marca Emidio Tucci, que acababa de estrenar, mientras subía por las escaleras a la zona de oficinas para despachar con los encargados de las naves.

Otro día, recibí una llamada telefónica desde las naves de San Fernando. Me comunicaron que Debi y Pibi habían estado con el celo, se habían escapado y habían regresado a las naves. ¡Oh la fuerza de la naturaleza! Meses después se confirmó que ambas estaban embarazadas. El día a día me impidió prestar la atención debido a su estado de buena esperanza y gestionar sus partos, que, llegado el momento, supusieron un verdadero quebradero económico administrativo. Cuando dieron a luz, avisaron al veterinario que atendía a los perros del entonces presidente de Gobierno, que, casualmente, era el que atendía a la perra de mi hermana. El traslado, la atención a las madres, la vacunación de las mismas y de sus cachorros, la comida, etc. ascendió, IVA incluido, a cerca de doscientas mil pesetas de entonces. ¿De qué partida presupuestaria se iba a abonar esa cantidad? Ni la jefa del Servicio de Contabilidad, ni el responsable de Gestión Presupuestaria tenían idea. La responsable de los Servicios Técnicos, Doña Concha Mateos, y yo estábamos dispuestos a pagarla de nuestros bolsillos. Al final encontraron alguna fórmula (¿fragmentar el importe total en varias facturas que se pudieran pagar por caja?), que me dieron a conocer y olvidé. Me libré de abonar la factura a cambio de que nos deshiciéramos de ambas perras y sus cachorros. El guardia jurado se llevó a Debi, los cachorros fueron colocados y Pibi terminó con el veterinario del ayuntamiento de San Fernando. Ni en la Escuela de Documentalistas ni en los cursos prácticos posteriores a la oposición al Cuerpo Facultativo de Archiveros y Bibliotecarios me enseñaron a resolver una incidencia como esa.

Las obras de la Biblioteca Nacional de España provocaron desalojos masivos de publicaciones. Cuando colapsaron las naves 48 y 52, no hubo otra solución que alquilar espacio en un almacenista llamado Gefidocs, que estaba ubicado en un polígono industrial del pueblo de Coslada. Allí, entre cajones de botellas de whisky y otros bienes, se conservaron, guardados en palés y cajas de cartón, libros, duplicados de prensa, impresos antiguos de la época de la desamortización, carteles, etc. A este almacén se acudía a buscar las publicaciones que precisaban consultar algunos usuarios y bibliotecarios en la sede del Paseo de Recoletos. Había un sistema muy rudimentario de señalización, pero que bastaba para localizar una obra. Aquello era un pandemónium, que desconocía. Los responsables de las unidades afectadas por las obras trasladaban allí lo que consideraban menos importante. Lo hacían sin decir nada, ni a la directora del Departamento de Referencia ni a mí. Sólo contaba con la complicidad de José Recio, el encargado de la empresa ALJOSER, que obtuvo el concurso para efectuar los traslados. Cada vez que concluía uno, José Recio me mostraba los albaranes y, por ejemplo, me decía: “Hoy he trasladado ciento sesenta cajas procedentes del Servicio de Literatura infantil a Gefidocks. Los he colocado en la calle 2, Estantería 4, baldas 1 a 8”. Con esta información y de esta forma tan poco colaborativa de mis compañeros, logre hacerme una idea de lo que allí se guardaba y de su ubicación aproximada. Así llegue a custodiar unos diez millones de objetos procedentes de los desalojos imprevistos de la Biblioteca Nacional. Cuando ya se acercaba la finalización de la obra del edificio de la carretera de Alcalá de Henares a Meco, me iba a las naves y a Gefidocs, donde la jefa de la Sección de Depósito General, Francisca Hernández Carrascal, y yo. Nos subíamos a una grúa para anotar en un cuaderno el contenido, más o menos exacto, de cada calle, cuerpo de estantería, baldas y cifras de cajas. Abríamos algunas para contar los números de volúmenes, que contenían, y hallar una media de libros por caja. Multiplicando esta cifra por el total de cajas, obteníamos una estimación de las publicaciones conservadas en aquellos depósitos.

Como ya se percibía que los dos silos de depósitos del edificio de Alcalá de Henares iban a resultar insuficientes, empezamos a investigar algunos sistemas de almacenes robotizados, que ya estaban implantados en algunas empresas, entre ellas, El Corte Inglés. Un día, entre otras personas, nos desplazamos allí Xavier Agenjo Bullón, responsable de la Unidad de Coordinación Informática, y yo. Estaba ubicado en medio del campo en algún punto intermedio entre Pinto y Valdemoro. Como Don Quijote y Sancho Panza a lomos de “Clavileño”, nos subieron a las elevadas alturas que tenían aquellos almacenes. Apreciamos, como si fuéramos un componente más, cómo funcionaba el robot: se deslizaba rápidamente a lo alto y a lo largo por medio de railes. Se detenía ante la caja que buscaba, la sacaba con sus brazos metálicos y la llevaba hasta el punto en el que un humano la abría, cogía el objeto demandado y lo preparaba para ser remitido al centro comercial correspondiente. Aún tardarían unos años hasta que se robotizara una de las torres del edificio de Alcalá.

Yo proseguía mi trabajo con tres líneas de actuación: la primera consistía en revisar la marcha de las obras; también calculaba dónde colocar dentro de los futuros depósitos las publicaciones de las naves y las albergadas en las calles de Gefidocs. Por último, empecé a estimar el personal necesario para realizar las tareas de conservación y préstamo interbibliotecario.

Mientras trabajaba en estas y otras tareas.se produjo un cambio en la dirección de la Biblioteca Nacional y en mi Departamento. Juan Pablo Fusi fue reemplazado por Alicia Girón García y María Luisa López Vidriero concursó y obtuvo el puesto de directora de la Biblioteca de Palacio Real. Su sustituto fue Xavier Agenjo Bullón, que simultaneaba éste con el cargo de director de la Unidad de Coordinación Informática. Por estas fechas comenzó a forjarse la idea de convertir la Biblioteca Nacional en organismo autónomo de carácter administrativo.

Al principio íbamos a ver la evolución de las obras un amplio equipo de personas: el director de la Biblioteca, la directora del Departamento y yo por la parte bibliotecaria y la gerente acompañada por la Jefe de Servicio de Servicios Técnicos a la que acompañaba su Jefe de Sección, Fernando Delgado Benavides. Nos reuníamos en un barracón de obra con el arquitecto Fernández Longoria, su segunda de a bordo y un responsable de la empresa encargada de la ejecución material de la obra. Durante estas reuniones, el Sr. Fernández Longoria nos recordaba que el edificio se estaba construyendo con las especificaciones para la Biblioteca Nacional de Préstamo, que mis compañeros Guillermo Martínez Sánchez y Alicía Girón García le dieron en su momento. A continuación, nos preguntaba si queríamos introducir algún cambio para un nuevo uso del edificio, pues aún se estaba a tiempo de efectuar modificaciones. Nadie respondía por parte de la Biblioteca Nacional, en el fondo, porque nadie tenía claro para qué fin se iba a utilizar una vez suprimida la Biblioteca Nacional de Préstamo. La pregunta del arquitecto se repitió, al menos, durante tres reuniones y el silencio se repitió otras tantas veces. Luego, cuando se finalizó la obra y había otros cargos directivos, comenzaron las críticas al edificio. Yo, siempre que pude, disculpaba al arquitecto, pues no tenía responsabilidad alguna. A las últimas reuniones de seguimiento de las obras, cuando la Biblioteca Nacional dejó de ser una Subdirección general de la Dirección General encargada de la política bibliotecaria y se convirtió en Organismo Autónomo, sólo asistíamos Fernando Delgado y yo. Me encargué de que se cumpliera con las recomendaciones internacionales de temperatura, humedad, iluminación, detección y extinción de incendios. Terminemos diciendo que, al final, la sede la carretera de Alcalá de Henares a Meco se dedicó fundamentalmente a la conservación del segundo y tercer ejemplar de libros recibidos por Depósito Legal, de las colecciones de carteles y publicaciones menores ingresadas por este mismo procedimiento y al almacenamiento de fondos pocos usados y de algunas donaciones. En ella también se albergan los materiales bibliográficos destinados al préstamo interbibliotecario.

En mi despacho trabajaba en reconstruir la historia – intrahistoria sería más adecuado – de las naves, almacenista y de aquel edificio, así como en calcular el dinero invertido desde el inicio del proyecto de la Biblioteca Nacional de Préstamo. Distribuía y fijaba la futura ubicación de las publicaciones en una copia de los planos. También indicaba las colecciones que eran cerradas y no precisaban espacio de crecimiento a la vez que y preveía espacio para las abiertas o en curso. Para ello calculé los metros lineales de estantería existentes en cada lateral de un pasillo. Fue así como detecté que las dos torres de depósitos iban a resultar insuficientes y avisé a la Dirección y a la Gerencia para que empezaran el expediente económico administrativo con vistas a construir la tercera torre de las cinco previstas. Además de éstas, el arquitecto reservó en su proyecto superficie suficiente para que se pudieran construir, en parte a costa de la zona ajardinada, dos barracones en los que colocar algunas colecciones especiales, como la prensa de gran formato.

Una de las torres estaba dedicada a las publicaciones periódicas (formadas por el segundo ejemplar recibido por depósito legal, los ejemplares múltiples, y para la prensa o diarios). Los volúmenes encuadernados de ésta, que tuvieran gran tamaño, habrían de conservarse tumbados en las baldas, según la práctica biblioteconómica. La otra torre se destinaría a los fondos utilizados para atender las peticiones de préstamo interbibliotecario, a fondos varios y al segundo ejemplar de depósito legal, incluidas las cajas que contenían las publicaciones menores. Los carteles se almacenarían en un local a la espera de la construcción de una estantería dedicada a albergarlos guardados en tubos de cartón no ácidos o en grandes archivadores.

Ubiqué en las zonas de trabajo del edificio el mobiliario y los dispositivos técnicos (ordenadores, impresoras, máquinas de microfilmación, lectores reproductores de microformatos, faxes, etc.) destinados al personal encargado de la realización de los procesos técnicos relacionados con la gestión de las colecciones y con el préstamo interbibliotecario,. Mesas convencionales para la preparación de paquetes, sillas ergonómicas, enchufes, puntos de conexión a la red de área local, despachos para los responsables de las dos unidades previstas (Segundo Depósito y Préstamo Interbibliotecario), fotocopiadoras, microfilmadoras, routers conectados con la sede del Paseo de Recoletos para acceder al sistema informático … Creo que preveía todo, sin decirlo con soberbia. El mobiliario y los equipos técnicos, incluidos los terminales informáticos e impresoras, estaban preparados para adquirirlos mediante concurso público.

Hubo más: también tuve que asistir a dos reuniones de la Comisión Ejecutiva de la Comisión Interministerial de Retribuciones (CECIR) para negociar la dotación de los recursos humanos necesarios para llevar a cabo las tareas de las dos unidades destinadas a ese edificio. Alicía Girón, directora en ese momento de la Biblioteca Nacional, me pidió que asistiera yo a esas reuniones. Le había encargado al gerente, Florencio de Andrés, que se ocupara de este asunto, pero no hacía ni decía nada.

La primera reunión fue un revolcón mayúsculo. Expuse una cifra de recursos humanos, desglosada por categorías profesionales, y una literatura sobre la importancia de las misiones del edificio de Alcalá de Henares. Lógicamente, me respondieron que justificara cada puesto de trabajo que precisaría la Biblioteca Nacional para esos cometidos aportando cifras y costes.

Mi expresión de derrota debió ser tal, que dos técnicos me dijeron que me invitaban a una cerveza. En aquella época, la Dirección General de Costes de Personal se encontraba en un edificio de la calle Almagro casi esquina con la calle Marqués de Riscal, es decir, en el barrio donde vivían mis padres y hermana. Me llevaron a una taberna andaluza que había en la calle Zurbarán, a escasos metros de distancia de la citada Dirección General. Nos sentamos en una mesa. El hombre y la mujer me hablaron con toda sinceridad. Me aconsejaron que enumerara de forma breve pero precisa la misión de las unidades a albergar en el edificio de la carretera de Alcalá a Meco, que calculara el volumen de trabajo anual por cada proceso a conjunto de tareas, así como el tiempo necesario para realizar una y la categoría o grupo profesional del empleado público encargado de ejecutarla. De esta manera obtendría un número que sería los minutos anuales que habría que destinar para cada proceso. A continuación, tendría que dividir ese tiempo por los minutos u horas reales que trabajaba al año un empleado público. Así obtendría el número total de personas para ejecutar ese conjunto de tareas. Tenía que especificar qué tiempo correspondería a cada categoría profesional, si intervenían en su realización varias, por ejemplo, funcionarios del grupo A, B, C, grupo del personal laboral, etc. La suma de las personas de cada categoría profesional de todos los procesos sería la cantidad total de recursos humanos necesarios. Después, tenía que multiplicar el importe bruto que percibía al año cada categoría por el número de personas. La suma de las retribuciones de todos los grupos de funcionarios y contratados laborales era el importe total de los nuevos puestos de trabajo que se pretendía crear.

Como se puede suponer, tomé nota de cada palabra y de la fórmula que me proporcionaron los dos técnicos de la CECIR. Además, lograron levantarme la autoestima. Quedamos tan amigos y yo intensamente agradecido. Regresé a la Biblioteca Nacional y le informé a Alicia Girón y a Florencio de Andrés, el gerente, que me habían dado un revolcón olímpico y una lección magistral, pero que ya sabía cómo tenía que actuar. Como me vieron tan eufórico, me dieron la enhorabuena y Alicia, además, me preguntó si necesitaba ayuda. La pedí una copia de la última memoria anual y alguna disposición legal en la que se consignase la retribución bruta de los distintos grupos de funcionarios y de las diferentes categorías de contratados laborales. Alicia buscó en una estantería y me dio un volumen encuadernado con una espiral. El gerente hizo una llamada telefónica y ordenó que me mandaran una fotocopia con los sueldos brutos de los empleados públicos de la Administración General del Estado.

A partir del día siguiente, pregunté al personal a mi cargo las tareas concretas que realizaban en cada proceso y el tiempo que tardaban en hacerlas. A esta segunda petición, no sabían responderme. “No te preocupes – les dije -: te voy a cronometrar. No te agobies que no es nada en tu contra”. Los acompañaba para saber cuánto tardaban en recoger la correspondencia, abrirla, distribuirla, bajar al depósito a buscar una publicación, a realizar una microficha de un libro … Para mayor fiabilidad, tomé los tiempos de tres personas distintas y hallé la media: uno podía ser muy diligente, ponerse nervioso o ser sencillamente lento trabajando. Luego, por las tardes, en mi helador despacho, hacía los cálculos y operaciones restantes.

En pocas semanas estaba en disposición de acudir de nuevo a la reunión de la CECIR. Se lo comenté a Alicia y a Florencio entregándoles una copia del informe. Realizaron los trámites oportunos y el día fijado, acudí de nuevo a la reunión de esta Comisión. Me felicitaron por el trabajo efectuado y me hicieron algunos retoques, que implicaron la reducción del número de ordenanzas, pues desconocía que se asignaba uno por cada X metros cuadrados, y la supresión del médico que pedía porque también había un parámetro que ignoraba: únicamente procedía cuando había más empleados o usuarios externos de los demandados en la Relación de Puestos de Trabajo (RPT) que presenté. No recuerdo el número exacto de trabajadores, pues he perdido la copia de este informe que tenía en mi domicilio. Creo recordar que eran unos noventaicinco divididos en funcionarios de los Cuerpos Facultativos de Bibliotecas, de Ayudantes, de Cuerpos administrativos del Grupo B, de ordenanzas, auxiliares administrativos, auxiliares de bibliotecas, especialistas de almacén, fotógrafos y mozos. Este esfuerzo me sirvió de muy poco.

Con la crisis económica de comienzo de los primeros años 1990, llegaron las exigencias de reducir las plantillas para bajar el gasto de las administraciones públicas. Además, la situación de la plantilla de la Biblioteca y de la Hemeroteca Nacional era dramática, de pura miseria, que impedía, incluso, prestar algunos servicios. Todo ello desembocó en que se emplearon estos puestos de trabajo de reciente creación para amortizar la reducción en el capítulo presupuestario relativo a recursos humanos exigida por el Ministro de Economía a través del Ministro de Cultura. Prácticamente desaparecieron las plazas de funcionarios de los grupos A y B. Se convocó una oposición para cubrir los puestos de auxiliares de bibliotecas y empleados de almacén, que se destinaron, en su práctica totalidad, a los depósitos y servicios públicos de la Biblioteca Nacional. El edificio de Alcalá de Henares se vio casi desprovisto de personal y ya dispuesto a inaugurarse. Lo malo es que ahora, no se podría volver a negociar otra RPT, mientras no mejorase la situación económica y no transcurriese cierto tiempo.

En 1991 tuvo lugar la primera guerra del golfo. Algunos cargos políticos del gobierno mostraron su oposición a la participación de España. Entre ellos se encontraban el Director General de Libro y Bibliotecas, Juan Manuel Velasco Rami, y la directora de la Biblioteca Nacional, Alicia Girón García[1]. Ambos fueron fulminantemente cesados. El cese se publicó en el Boletín Oficial del Estado (BOE) casi dos meses después de la aparición en el mismo diario oficial del Estatuto del Organismo Autónomo Biblioteca Nacional[2] y del nombramiento de Carmen Lacambra Montero[3] como primera directora general[4]. En el mes de marzo de 1991, Alicia me pidió que redactara un borrador de Estatuto, lo que hice en mi domicilio aprovechando el puente de San José, que me concedió. Tomé como modelos los correspondientes al Museo del Prado y al Centro de Arte Reina Sofía. Cuando me incorporé un lunes, se le entregué a María Martín, secretaria entonces de la dirección de la Biblioteca Nacional. Ella se encargó de mecanografiarlo y de enviarlo al Ministerio de Cultura. Prácticamente se publicó como lo había escrito, salvo la enumeración de las funciones del Organismo Autónomo, que fueron corregidas por alguien, cuyo nombre no llegué nunca a conocer. En mi opinión, la modificación introducida hizo algo más confusos los cometidos.

Entre las funciones que establecía para la Biblioteca Nacional, se encontraba la redacción de los catálogos colectivos españoles. Además, la definía como la institución superior del sistema bibliotecario de nuestro país. En consecuencia, el borrador contenía una disposición que modificaba los artículos 36 del Real Decreto 111/1986, de 10 de enero, de desarrollo parcial de la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español, relativo a la elaboración del Catálogo Colectivo del Patrimonio Bibliográfico, adscrito a la Dirección General del Libro y Bibliotecas. Quiero dejar constancia de que informé a la directora y al Gerente sobre este hecho, pues no tenía la certeza de que fuera correcto y les advertí del conflicto de competencias, que podía llegar a resultar. En efecto, esta disposición alertó a dicha Dirección General y, en especial, a la Subdirección General de Bibliotecas, que veía disminuidos sus cometidos. Nunca sabré con exactitud qué sucedió y qué maniobras realizó la directora del Centro del Patrimonio Bibliográfico. Los resultados fueron, que se cambiaron las misiones del borrador del Estatuto de la Biblioteca Nacional y que se suprimió la disposición que transfería la elaboración del citado Catálogo Colectivo. Sin embargo, se mantenía la confección del Catálogo Colectivo de Publicaciones Periódicas, lo que, en mi particular opinión, resultaba contradictorio. Otros dos hechos fueron que el Servicio del Catálogo Colectivo del Centro del Patrimonio Bibliográfico, se transfirió a la Subdirección General de Bibliotecas, pero permaneciendo en el mismo lugar físico que ocupaba en el edificio de Biblioteca Nacional y la casi nula colaboración de ésta en la redacción del Catálogo Colectivo. Al principio aportó los registros bibliográficos contenidos en los catálogos colectivos, impresos en offset, de incunables y libros antiguos. Posteriormente, la Biblioteca Nacional fue facilitando las descripciones bibliográficas de las nuevas adquisiciones. Un daño colateral, fue una cierta campaña negativa contra la directora del Centro del Patrimonio Bibliográfico, algo muy típico en los Cuerpos de funcionarios reducidos.

En noviembre de 1991 se publicó el nombramiento de la primera Directora General del Organismo Autónomo, Carmen Lacambra Montero, con la que trabajé en el Centro Nacional de Lectura. Con ella vinieron Manuel Carrión Gútiez, en calidad de Subdirector General de la Dirección Técnica, y Manuel Ruiz Barrero, Subdirector General de la Gerencia. Este equipo directivo afectaría a mi futuro laboral.

El año 1992, además del 500 Aniversario del descubrimiento de América, de la Expo Universal de Sevilla y de las Olimpiadas de Barcelona, fue también el de la conclusión de las obras del edificio de la carretera de Alcalá de Henares a Meco. Había, pues, que trasladar los fondos existentes en las naves de San Fernando de Henares y en el almacén de Coslada y colocarlos en las torres de depósito y en otros locales. Como superior jerárquico mío, entregué una copia de mi informe a Manuel Carrión en el que se detallaba dónde habría que ubicar cada colección y en qué orden habría que llevarlos. A la semana siguiente, me llamó a su despacho y me dijo que por qué había escrito ese informe, que era un despropósito y que se haría como él ordenase. Su desconocimiento al respecto era casi total, pues sólo se había limitado a enviar ejemplares múltiples de la prensa existente en la Hemeroteca Nacional. Yo traté de justificar mi labor y por qué consideraba que se debía actuar como exponía. Entonces, en uno de sus habituales ataques de soberbia clerical me dijo: “¡Cállate! ¡A ti no te pagan por pensar!”. Me levanté y me fui de su despacho dado que no podía pensar. La consecuencia fue que dirigió el traslado con el encargado de la empresa de transportes, Aljoser, y Miguel Cruz Alberich, subordinado mío, pero que, aparentemente, era el que estaba al frente de las naves y del almacenista. Sí, se hizo el traslado, se colocó como quiso el Director Técnico, se inauguró el edificio en 1992 y, después, se sufrieron durante cierto tiempo las consecuencias, pues no se sabía dónde estaban los fondos que me había molestado en agrupar y ubicar.

Así concluyó mi labor en cuanto se refiere a la construcción de la sede de la Biblioteca Nacional en Alcalá de Henares y al traslado de sus fondos. Confieso que a ello dediqué la mayor parte de mi tiempo como Jefe de Servicio de Depósitos Generales y Préstamos, pero, como se recordará, tenía a mi cargo dos servicios más: el Depósito General y el Salón de Lectura.

Durante mi jefatura, se realizó una modificación del Depósito General. El original era de una estructura metálica similar a la de la torre Eiffel, con un gran hueco en el medio. Lo diseñó el arquitecto Antonio Ruiz de Salces, se fabricó en los Altos Hornos de Bilbao y lo construyó el carpintero de hierro Bernardo Asins Serralta, discípulo de Gustav Eiffel. A raíz de un accidente laboral, en el que se mató el padre de Luis García Cubero al caerse por el vano, uno de los objetivos de las obras que comenzaron en 1955, dirigidas por el arquitecto Luis Moya y en las que colaboró mi tío Luis García Camarero, como ya he expuesto en otro capítulo, consistía en ampliar el Depósito cerrando ese hueco, cubriendo el suelo de hierro y excavando para aumentar hacia abajo hasta cinco plantas. Los trabajos de ampliación comenzaron en 1959. Los objetivos de las obras de la segunda mitad de la década de los años 1980 consistían en instalar un sistema de detección y extinción de incendios, cambiar la iluminación e instalación eléctrica, compartimentar las plantas para evitar que un hipotético siniestro quemara todos los materiales bibliográficos existentes en un piso y retirar unas bajantes que provocaban puntuales pero alarmantes inundaciones.

Para resolver las dudas que teníamos sobre la compartimentación de las plantas del Depósito General, recurrimos a D, Vicente Viñas un experto español reconocido internacionalmente y que trabajaba para la UNESCO. Dada la amplitud de cada planta, nos aconsejó que las dividiéramos en cuatro mitades estancas con paredes ignífugas y puertas cortafuegos. También modificó el producto previsto en el plan de obras utilizado para extinguir el fuego y aconsejó que lo cambiáramos por agua. Por último, nos recomendó que se contratara espacio en una empresa o industria frigorífica para congelar los ejemplares mojados en el supuesto de un incendio real o debido a la presencia de humo o calor originado por otra fuente de calor. Los materiales bibliográficos afectados se irían descongelando y restaurando.

La compartimentación de las plantas de los depósitos originó un cisma o disparidad de criterios. María Luisa López Vidriero y yo éramos partidarios de hacerlo para ajustarnos a las recomendaciones. Alicia Girón e Inmaculada Torrecilla, jefa del Servicio de Publicaciones Seriadas y responsable de las revistas y prensa almacenadas en los pisos 1 a 5, ambos inclusive, eran contrarias a ella. En su opinión, tanta división y apertura y cierre de puertas, iba en contra de la agilidad del servicio y de la funcionalidad. Ese fue el motivo por el que hay cinco plantas diáfanas y seis, compartimentadas.

La climatización tuvo un punto débil, que, gracias a Dios, se subsanó años después. La entrada al Depósito estaba ubicada en la planta 6 que daba a la altura del Salón de Lectura. Se realizaba entrando por una gran puerta con hojas batientes y cristales esmerilados. Una vez atravesada y ya dentro de cada planta, a la derecha e izquierda, había un ascensor para subir o bajar a cada piso. Esto originaba una pérdida de frigorías, pues la mayoría de los auxiliares de bibliotecas no cerraban la puerta que comunicaba con los ascensores. No lo hacían porque muchas veces entraban y salían con varios volúmenes llevados a pulso, cuando no los llevaban en un carro. La solución consistía en que el acceso a ambos ascensores se hiciera desde la zona de trabajo en la que se recogían y servían las publicaciones solicitadas por los usuarios o mesetón, como era popularmente denominada. Al parecer, los ascensores daban a un muro de carga y abrir un nuevo hueco para ascensores, modificaba la obra y el importe era elevado.

También se trasladaron fondos al almacenista Gefidocs y a la sede de Alcalá de Henares, para liberar pasillos laterales con publicaciones y ganar espacio con vistas a las nuevas adquisiciones. Fue una época de intensa actividad tanto para la Sección de Depósito General como para el Servicio de Publicaciones Seriadas, en la que se procuró ordenar y organizar mejor las colecciones. Hay que reconocer que se llevó a cabo con el menor perjuicio posible al público. Si no recuerdo mal, se remitió la colección de reserva, identificada por la signatura DL / número correlativo, creada por Manuel Carrión a comienzo de los años 1970, signaturas de libros poco usados y obras múltiples e impresos antiguos, procedentes o no de la desamortización de conventos efectuada en el siglo XIX. Esta colección, identificada con las signaturas topográficas P / y 8 / se trasladó a la sede de Alcalá de Henares, con la condición de traspasársela al Servicio de Manuscritos, Incunables y Raros, cuando estuviera construido su nuevo depósito. Asimismo, se entresacaron las publicaciones periódicas con signatura D / número correlativo, que correspondía al segundo ejemplar recibido por Depósito Legal.

Otra labor importante, en mi opinión, que se realizó al finalizar las obras, consistió en limpiar de polvo las baldas y las monografías, lo que sirvió para reubicar algún que otro libro mal colocado y, por lo tanto, perdido. Asimismo, se cambió toda la señalización y se empezaron a usar tejuelos o etiquetas, pegamentos y cajas de cartón no ácidas para procurar una mejor conservación del patrimonio bibliográfico.

Es injusto atribuirme el mérito de todas estas actividades. Me ayudaron de manera muy importante María Antonia Chiverto Pareja y, en especial, Francisca Hernández Carrascal, que se convirtió en una verdadera especialista en preservación y conservación. Colaboró, de forma muy activa y eficaz, María Jesús López Manzanedo, jefe de la Sección Salón de Lectura. Es justo mencionar a dos contratados laborales del nivel 1 y 2, respectivamente, que aportaron sus conocimientos y su buen hacer: Manuel Cifuentes Romero e Inmaculada Mateo Núñez. También colaboró el personal de los Laboratorios de Restauración y Encuadernación, en particular, cuando tenía lugar una inundación, que empapaba múltiples volúmenes, o percibíamos el mal estado de conservación de algunos impresos antiguos. Todos ellos nos ayudaron y nos enseñaron.

No faltaron anécdotas durante el periodo que fui responsable del Depósito General. La primera, el intenso tránsito de personal de la propia Biblioteca y de los operarios de las empresas que trabajaban en las obras del Depósito General. Los trabajadores de la Sección de Bibliografía Española, del Catálogo Colectivo de Publicaciones Periódicas y del Índice General tenían que usar el depósito para entrar y salir de sus puestos de trabajo porque los accesos habituales quedaron inhabilitados por las obras.

Una mañana, me llamó Inmaculada Mateo para que bajara al piso 1 del Depósito. Allí me desplacé, pensando en que había sucedido algo malo, una inundación, por ejemplo. Cuando llegué, me enseñaron unos folios mecanografiados. Los examiné con detenimiento y llegué a la conclusión de que se trataba de una copia de una relación de los libros incautados a un convento durante la Guerra Civil. Me acordé de mi padre, que había colaborado desde julio a noviembre de 1936 en el traslado de libros de la Iglesia de San Antón, ubicado en la calle Hortaleza, del Palacio de Medinaceli, que se encontraba en el espacio ocupado en la actualidad por el Centro Colón y el Museo de Cera, y de unos cuadros de El Greco existentes en la Iglesia de Illescas. Luego le enviaron al frente del barrio de Usera de Madrid y no pudo participar más en la preservación del patrimonio bibliográfico de los bombardeos de la aviación de los militares rebeldes. Tras esa evocación, decidí llamar a María Luisa López Vidriero, quien bajó con el director e historiador Juan Pablo Fusi. Junto al listado había libros antiguos y otros más modernos. Sin duda era uno de esos nidos, que hay en casi todas las bibliotecas patrimoniales, que se generan al tener que posponer una tarea por tener que acometer otra más urgente. Por esta razón me niego a llamar hallazgo a este suceso. Los libros allí descritos se devolverían a su lugar de origen en los primeros años del franquismo. María Luisa, en su condición de jefe inmediato y por sus mayores y mejores conocimientos de impresos antiguos, dio las órdenes pertinentes. Sin duda éstas fueron el traslado del listado y de los impresos antiguos al Servicio de Manuscritos, Incunables y Raros para que procedieran como correspondiera.

Otro hecho fue la decisión que tuve que adoptar con las revistas pornográficas recibidas por depósito legal. Una mañana, subió a mi helador despacho una compañera, cuyo nombre no quiero revelar, para decirme que se habían encontrado unos números manchados de esperma humano, claro está, es decir que alguien se había masturbado en ellas. Como predominaban los varones en las Secciones de Depósito General y de Salón General, me sugirió que averiguara quién había sido el responsable. La única forma era hacer un análisis de esperma y compararlo con el que había manchado la entrega en cuestión. Aquello era surrealista y podía ocasionar un motín. Además, había muchos más hombres que transitaban por el depósito en aquella época: los empleados públicos de las Secciones de Bibliografía Española, del Servicio de Índice General y los operarios de las empresas encargadas de la climatización y los obreros de la encargada de llevar a cabo la obra. Al final alcanzamos un acuerdo: comprar unos armarios metálicos con llave y guardar en ellos las revistas pornográficas. Habría sólo dos llaves: una en mano de la jefe del Salón General de Lectura, por si algún lector pedía algunas entregas de ellas, y otra en poder de la jefe correspondiente del Servicio de Publicaciones Seriadas para colocar en los armarios los nuevos números. Por otra parte, y para evitar que la colección del título afectado por tamaño desahogo quedara incompleta, decidimos adquirir un nuevo ejemplar de la entrega mal usada. Transcurrieron meses y una tarde un usuario, fotógrafo, protestó porque no le servían revistas dedicadas al desnudo femenino, tema de su investigación artística sociológica. No, no es que se censurara nada. Simplemente sucedió que no se informó a un nuevo auxiliar de biblioteca de que las revistas con tales signaturas se encontraban en los citados armarios y que tenían que pedir la llave al jefe de sección. Finalizadas las obras y, por lo tanto, la abundante circulación humana por el depósito, se quitaron aquellos y las publicaciones periódicas regresaron a su lugar.

La instalación de los diferentes tubos de climatización, detección y extinción de incendios y los de la nueva iluminación tuvo una consecuencia laboral cómica, pero que originó cierta tensión durante un tiempo. La altura de las plantas del depósito general se redujo en unos cinco centímetros o algo más. Antes de esta reforma tampoco era muy elevada, pero podían transitar por los pasillos hombres y mujeres de distinta estatura. Coincidió la conclusión de las obras con la presencia de varios auxiliares de bibliotecas de cierta estatura, que, al menor descuido, se golpeaban en la cabeza con la canaleta metálica que separaban las conducciones del espacio restante hasta el suelo. Este hecho ocasionó que un día se presentaran en mi despacho los representantes sindicales con la reivindicación de que se rehiciera la obra, se les dotara de un casco o se les abonase un complemento de peligrosidad en el trabajo. En cuanto a la primera pretensión, les dije que ya era inviable, pues habría que quitar todos los tubos para reubicarlos en zonas de los pasillos donde a ellos no les molestase, pero que permitieran cumplir con la adecuada preservación del patrimonio bibliográfico albergado en el depósito. En cuanto a la segunda, les rogaba que me dijeran cuántos contratados laborales superaban la altura de las canalizaciones para comprar cascos de obra que evitaran que se dañasen en la cabeza. Por lo que se refería al complemento de peligrosidad, que era lo que de verdad les interesaba, les remití al Gerente de la Biblioteca Nacional, pues yo no tenía competencias en esos asuntos.

Este destino y el que desempeñaría después como director del Departamento de Adquisiciones, fue de gran desgaste por las cuestiones y reivindicaciones laborales. Muchas eran justas y se derivaban de la falta de recursos humanos en relación con el volumen de trabajo y de las bajas retribuciones, que pretendían subsanar con la concesión de distintos complementos o la realización de horas extraordinarias. Otras eran de mero desgaste: la asignación de búsqueda y restitución de publicaciones en una planta con mucha demanda o, por ejemplo, la inolvidable reunión que mantuve con los representantes sindicales sobre la interpretación de un etcétera, que figuraba en la definición de tareas de una determinada categoría laboral en el Convenio único del Ministerio de Cultura, por el que entonces se regían los auxiliares de bibliotecas, especialistas de almacén y mozo.

Otras anécdotas que me sucedieron se relacionaban con los libros. Por ejemplo, un domingo fuimos a El Rastro mi mujer y yo. En un puesto ubicado en la Plaza del General Vara del Rey descubrimos dos volúmenes encuadernados en pergamino, que nos llamaron la atención. Los cogimos para ojearlos y descubrimos que tenían tejuelos de la Biblioteca Nacional y estampado su sello en varias páginas. Recuerdo que el libro se imprimió en el siglo XVII y que tenía signatura topográfica del Depósito General, pero no logro recordar ni su autor ni título. Anotamos todos los datos y el lunes comencé a realizar las oportunas investigaciones: comprobar los datos con el catálogo topográfico e Índice General y verificar en el Depósito que efectivamente faltaba o si había algún testigo que informase sobre su desaparición. A continuación, redacté un informe que subí a la directora de Departamento. Ésta se puso en contacto con la directora del Centro Nacional del Patrimonio Bibliográfico. El asunto finalizó en la Brigada de la Policía Nacional de delitos contra el Patrimonio. Incautaron al “librero” el libro y lo devolvieron a la Biblioteca Nacional, donde lo tuvimos que guardar en un armario hasta que se celebrara el juicio, pues era una prueba judicial. Los amables y eficaces policías nos informaron que, cuando viéramos un libro en un puesto de El Rastro o en una librería, que pertenecía sin lugar a duda a la Biblioteca Nacional, podíamos requisarlo acreditándonos como funcionarios de este centro mostrando el carné y poniendo a continuación la correspondencia denuncia.

Un día de julio, la directora recibió una llamada telefónica del párroco de la cripta de la Catedral de la Almudena de Madrid. Le expuso que tenía en su poder dos o tres cajas llenas de libros de la Biblioteca Nacional que un feligrés le había entregado en secreto de confesión para que los devolviera. La directora me encargó que me encargara de este asunto como responsable del Servicio. Un 18 de julio me presenté, acompañada de Charo, mi mujer, en el despacho del párroco. Nos volvió a decir lo que ya sabíamos y nos trasladamos al lugar donde tenía las cajas. Las abrí y vimos que se trataban de publicaciones de la desaparecida Sección Circulante. Me quedé más tranquilo, pues no eran impresos antiguos. Lo que no comprendía es cómo le seguían prestando libros a pesar de los volúmenes que no había devuelto. Me hice cargo de las cajas y subimos a pulso parte de la Cuesta de la Vega cargados cada uno con una caja. En la calle Bailén tomamos un taxi que nos trasladó hasta la Biblioteca Nacional. Una vez en ella, nos tocó subir la escalinata principal con la pesada carga, pues no funcionaban los ascensores. Ya en el hall de entrada, un mozo con un carro subió los libros a mi despacho. Llamé a la directora, le informé al respecto y le dije que al día siguiente le redactaba un informe, pues estábamos agotados por el calor y el peso.

La gestión del Salón de Lectura se vio facilitada por mi subordinada, compañera y amiga María Jesús López Manzanedo, que desempeñó la jefatura de Sección. También es cierto que la asistieron en distintos momentos los ayudantes de bibliotecas Belén López, María Teresa Escalada, Fernando Torra, los ya mencionados Manuel Cifuentes Romero e Inmaculada Mateo Núñez y Joaquín van der Brule. El Salón de Lectura era uno de los servicios en los que se reflejaba la calidad del funcionamiento de la Biblioteca Nacional. Algunos auxiliares de bibliotecas eran conscientes de ello y te daban jaque periódicamente para conseguir mejoras laborales y retributivas. Unos pocos eran ya veteranos en las funciones que desempeñaban y sabían cómo actuar para presionar. También había muy buenos trabajadores, algunos de los cuales poseían una cualificación muy superior a la necesaria, como María José Rucio Zamorano, a la que logré convencer para que se presentara a unas oposiciones al Cuerpo de Ayudantes o Facultativo de Bibliotecas. Además de dominar varios idiomas, era licenciada en Filología Clásica, formación muy necesaria en el proceso y servicio de impresos antiguos. Me hizo caso y terminó sustituyendo, tras su jubilación, a Julián Martín Abad en la jefatura del Servicio de Manuscritos, Incunables y Raros.

La gestión del día a día del Salón de Lectura era difícil, pues tenía el número justo de empleados para atender el servicio trece horas diarias de lunes a viernes y cinco horas los sábados. Si faltaba una persona o había que ceder un auxiliar a otra sala, el equilibrio inestable se desmoronaba y el jefe de Sección o de Servicio nos teníamos que poner a servir libros. Cuando se celebraron las oposiciones a auxiliares y especialistas de almacén (los puestos de trabajo que logré crear para la sede de Alcalá de Henares), la adjudicación de destinos no se hizo con muy buenos criterios, pues adscribieron a un hombre al que le faltaba un brazo y a una mujer con una degeneración muscular, que les hacía muy difícil acarrear publicaciones y, por lo tanto, cumplir con sus funciones. Menos mal que logré hacer ver el error cometido y se les destinaron a otros puestos de trabajo, donde desempeñaron muy bien sus cometidos.

Me encargaron que estudiase la posible reforma del Salón de Lectura y la zona de trabajo. Para ello necesitaba saber si en él se iban a consultar libros, revistas y otros tipos de materiales o únicamente monografías. También precisaba que aclarasen si se mantendrían las normas de acceso elaboradas en la época de Juan Pablo Fusi (la Biblioteca Nacional concebida como centro de investigación y de último recurso) o si se iba a volver a una biblioteca pública a la que podían acceder todo tipo de lectores. Además, había que tener presente la evolución de la informática y de los nuevos soportes de publicaciones que iban surgiendo, para los que se precisarían ordenadores personales y reproductores de información multimedia (texto, sonido, imagen fija o en movimiento). Nadie decidía, todos elucubraban. Pensé que la mejor forma de despejar la incertidumbre era realizar una encuesta sobre los servicios bibliotecarios, los procedimientos de recuperación de la información y los tipos de obras que se precisaban consultar simultáneamente. Una vez más se lo propuse a la directora, Alicia Girón, y me dio el visto bueno para que acometiera las acciones necesarias.

María Jesús López Manzanedo y yo nos reunimos para diseñar una encuesta. A partir de un borrador, nos pusimos en contacto con empresas para que corrigieran el cuestionario con el fin de que pudiera ser procesado. La idea era realizar un sondeo en cuatro olas, correspondientes con cada estación del año, para evitar desviaciones por la época: presumiblemente, los resultados no serían los mismos si se llevaba a cabo en verano que en otoño. También queríamos que se tabulasen las papeletas de pedido de publicaciones para conocer los tipos de materiales que los usuarios consultaban, la fecha de producción, impresión o edición y los asuntos sobre los que versaban.

Con esos datos solicitamos tres presupuestos a otras tantas empresas. Al final se adjudicó el concurso a Demoscopia, empresa que, dirigía José Ignacio Wert en 1991. Muchos años más tarde, sería ministro de Educación y Cultura y redactó una controvertida ley de educación. Nos pareció un hombre culto y sumamente educado. Él y su personal encargado de realizar las encuestas y de tabular las papeletas de pedido facilitaron mucho el trabajo. No sucedió lo mismo con los usuarios, pues, a pesar de las instrucciones que se les dieron, la mayoría no indicaban la fecha de publicación ni las primeras tres cifras de la Clasificación Decimal Universal que figuraban en las fichas de las obras posteriores a 1930. Al final dio lo mismo, pues nadie hizo caso de los resultados de esa encuesta ni de las consecuencias o posibles acciones que se derivaban de sus conclusiones. Una de las más importantes era que se podía reducir el número de salas de lecturas, teniendo en cuenta la cifra de usuarios. Si se hubiera hecho, se podían haber racionalizado los recursos humanos encargados de prestar el servicio, los costos de iluminación, calefacción, mobiliario, etc. y el espacio ocupado por ciertas salas se podría haber dedicado a otros fines. Pero esto es una hipótesis, que nunca se sabrá si hubiera sido pertinente. Lo que sí resulta triste es que cada dirección llegue con sus ideas preconcebidas, no analicen la labor realizada por su predecesor y si se podía aprovechar alguna idea o proyecto. ¡Cuánto se ha hecho y deshecho y cuánto dinero se ha invertido de forma inadecuada por no efectuar esta sencilla tarea!

En esta época se nos planteó una decisión a tomar por la aparición de una nueva tecnología: las fotocopiadoras o escáneres portátiles, del tamaño de una cajetilla de tabaco aproximadamente, que llevaban los lectores. Muchos querían usar aquellos dispositivos en la mayoría de los casos para escanear columnas de prensa histórica. En muchas cabeceras de periódicos no había conflicto con la propiedad intelectual, pero sí con la fragilidad del papel, sumamente ácido y frágil. También creció el uso de ordenadores portátiles o personales, lo que aconsejó que, hasta que se acometiera la reforma del Salón de Lectura, se dotase de enchufes en los puestos de lectura de unas filas de una determinada zona. Hubo que obrar así, porque algunos usuarios se quejaban del ruido de los teclados y la iluminación de las pantallas: les dificultaba concentrarse en la lectura.

Durante el periodo, comprendido entre los años 1989 y 1993, realicé otras actividades ajenas a mi puesto de trabajo, además de las ya mencionadas de negociar la Relación de Puestos de Trabajo para la sede de Alcalá de Henares y de redactar el borrador del primer Estatuto del Organismo Autónomo Biblioteca Nacional. Antes de escribir sobre ellas, quiero dejar constancia de otros dos trabajos dentro de esta institución, en los que intervine como miembro de comisiones técnicas.

Uno de ellos fue mi participación en los Grupos de Trabajo, constituidos en 1989, encargados de redactar y traducir los esquemas de los formatos MARC de publicaciones seriadas y del correspondiente a Fondos y Localizaciones o Holdings para el desarrollo de la aplicación Ariadna, destinada a remplazar a la anterior, SABINA. Las comisiones fueron concebidas por Xavier Agenjo, a partir de su nombramiento como jefe de la Unidad de Coordinación Informática. Su propósito era implicar a los profesionales en el nuevo programa de aplicación y descargarse de uno de sus múltiples trabajos. Él tuvo la capacidad de decidir que se utilizara el formato MARC norteamericano sin necesidad de esperar el desarrollo de las adaptaciones españolas de los formatos para todo tipo de materiales bibliográficos y de las bases de datos de autoridades y colecciones.

En el mes de noviembre de 1990 fui designado coordinador de la Comisión encargada de adecuar la estructura de la Biblioteca Nacional a Organismo Autónomo. Esta comisión colaboraba con una empresa, cuyo nombre no recuerdo. En ella me reencontré con Miguel Jerez Gaeta, el Director General de Organización de Consultores, y el asesor Arturo, cuyos apellidos tampoco recuerdo. El cometido de la empresa (creo que fue contratada por la Subsecretaría del Ministerio de Cultura) era ayudar a la Biblioteca Nacional a redactar un informe sobre la viabilidad, funciones, puntos fuertes y débiles de la conversión de esta Subdirección General en Organismo Autónomo.

Durante estos años aumentó mi actividad docente como muestra la lista de la nota a pie de página[5]. La temática de mis colaboraciones docentes era la información bibliográfica, la automatización de bibliotecas y el préstamo interbibliotecario. Era una época en la que las asociaciones profesionales y las instituciones de las administraciones públicas organizaban cursos de formación, pues las Escuelas universitarias y las Facultades de Biblioteconomía y Documentación todavía no estaban establecidas en muchas Comunidades Autónomas. Además, las administraciones disponían de dinero procedente de la Unión Europea para planes de formación y actualización.

De todos estos cursos recuerdo con especial agrado los impartidos en ANABAD como coordinador y profesor en la signatura Bibliografía y Documentación. Se celebraron en un antiguo palacio situado en la calle del Prado esquina con la de Echegaray, que la empresa MAPFRE, a través de un familiar de Xavier Agenjo, cedió a la ANABAD. El salón donde se impartían las clases era en el que iniciaban a los masones de la Logia Isidoro Márquez, a la que perteneció por breve tiempo mi abuelo Justo García Soriano, introducido o presentado por el ilustre cervantista Luis Astrana Marín.

También fueron muy gratos los cursos impartidos en la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, en los que tuve como alumna a mi querida amiga y compañera Concha Varela Orol, que fue directora de la biblioteca de la Universidad de Santiago. En sus aulas me sorprendió el comienzo de la primera guerra del Golfo y los bombardeos transmitidos por televisión. El día que se inició la contienda, estaba dando clase y en la sede en la que se encontraba la Fundación, en la calle Don Ramón de la Cruz de Madrid, se oían sirenas de ambulancias y de policía en previsión de un contraataque de Irak en forma de misiles. Estos hechos convergieron de forma tal que mis nervios estaban descontrolados y dicté una de las peores clases de mi vida.

El Seminario sobre mecanización de bibliotecas, organizado por el Instituto Vasco de Administración Pública del Gobierno Vasco, fue uno de los más difíciles de mi vida. Se debió a que tuve que hablar durante ocho horas seguidas durante tres días, aquejado de un fuerte dolor de muelas que concluyó en un respetable flemón. Para más INRI, los escogidos alumnos eran responsables de bibliotecas y asesores de instituciones de la administración autonómica. Sin embargo, la presencia de mis amigos y compañeros Carlos Ibáñez Montoya, Carmen Gómez, Begoña Urigüen y Guillermo Sánchez Martínez hicieron mi estancia agradable e inolvidable.

Por último, cómo no mencionar los cursos impartidos en Santiago de Compostela y en A Coruña. Todos ellos están asociados a unas ciudades encantadoras, a un alumnado atento y privilegiado, y a la compañía de mis amigos Daría Vilariño, Concha Varela Orol, Mariví Pardo, Pilar González Novoa, José Manuel Lema, Pedro López Gómez, Pancho Valle Inclán Alsina y tantos otros nombres que ahora no vienen a mi memoria.

De los cargos que desempeñé[6], probablemente el más importante fue el de vicepresidente de la ANABAD. Por él accedí al Comité organizador del Congreso de IFLA celebrado en Barcelona en 1993 y a la planificación de la primera (y única) Conferencia de Bibliotecarios y Documentalistas Españoles.

Como vicepresidente de ANABAD, me preocupé de averiguar cuánto costaba abrir la puerta de la asociación cada día. Cuando lo supe, me afané, con la ayuda inestimable de la otra vocal de la rama de bibliotecas, Aurora García Fernández, por organizar cursos, solicitar subvenciones y editar, además del Boletín, libros, entre ellos la traducción, avalada por la IFLA, de todas las normas ISBD editadas. Había que pagar el alquiler, los dos apoyos económicos administrativo que trabajaban en la asociación, el agua, la luz y la calefacción, pues las cuotas de los socios no bastaban para cubrir tanto gasto. Toda la labor se vio facilitada por mi mujer, secretaria de la ANABAD y responsable del Boletín, y el resto de la Junta Directiva, en particular, el tesorero, Antonio Montero, y la presidenta, la prestigiosa archivera Vicenta Cortés Alonso.

El Congreso de la IFLA fue un claroscuro para mí y lo fue por una de mis múltiples deficiencias: no dominar el inglés. Recuerdo con mucha vergüenza el momento en el que Xavier Agenjo me presentó a una de mis bibliotecarias preferidas y muy admirada: Sally McCallum. Xavier tuvo que actuar como interprete y, en un momento en el que nos quedamos solos, no sabía de qué hablar, pues ella también desconocía el castellano. La sombra del Congreso fue cuando, después de la recepción oficial del Molt Honorable President Jordi Pujol y de una actuación musical que se celebró en el Palacio de Montjuic. Al concluir los actos, los asistentes empezamos a salir por los jardines que se encontraban totalmente a oscuras. Mi mujer se cayó por las fuentes. Gracias a Dios no se hizo ninguna herida, pues otra bibliotecaria holandesa, que también se cayó en ellas, se rompió una pierna.

En la Conferencia de Bibliotecarios y Documentalistas me tocó participar en una mesa sobre el status profesional. La verdad es que no sabía cómo afrontar el asunto, hasta que decidí examinar las retribuciones económicas y su equivalente con otros cuerpos de funcionarios de la misma administración u otra. Recuerdo, con gran sorpresa por mi parte, que tuve mucho éxito, pues consideraba que había sido muy pesada y desalentadora.

De mi actuación en el tribunal de las primeras oposiciones al Cuerpo Facultativo de Bibliotecas de la Universidad Complutense, prefiero no escribir nada. Creo que era el único miembro ajeno a dicha Universidad, y salí sorprendido y escandalizado de los tejes manejes a los que nos quería someter el Gerente. Hubo un momento que dudé si estaba en una oposición o en una subasta de ganado. Sí debo especificar que Ana Santos Aramburo, directora general de la Biblioteca Nacional de España, obtuvo su plaza con bastante mérito, así como otros compañeros, pero algunos … Prefiero callarme: ellos saben quiénes son.

Asistí a pocos congresos[7] aparte de los ya mencionados. En el quinto Congreso de ANABAD, celebrado en Zaragoza, María Jesús López Manzanedo y yo presentamos una comunicación con los resultados de las dos primeras olas de la encuesta de usuarios que se estaba celebrando en la Biblioteca Nacional.

Tampoco fueron muchas las publicaciones[8] que escribí durante esta época, si se exceptúan los informes[9] de la Biblioteca Nacional y las reseñas de libros[10]. Por cierto, el artículo Bibliografía Española y Biblioteca Nacional es un verdadero ejemplo de errores tipográficos, aunque las cifras que contiene son correctas. El motivo es que lo envié mecanografiado, pues aún no disponía de ordenador personal ni en la Biblioteca ni en mi casa. Alguien lo debió escribir en Santiago de Compostela utilizando uno de los procesadores de texto de aquel entonces, WordPerfect o Word. Lo hizo tan rápidamente, porque cerraba la imprenta, que cometió varios errores tipográficos que no se pudieron corregir.

Hoy reconozco que aquella etapa de mi vida profesional fue muy positiva. Comprendí la importancia de la preservación y conservación de las publicaciones y, sobre todo, de la misión de toda biblioteca: ayudar a los usuarios facilitándoles la disponibilidad de todo tipo de materiales bibliográficos. Tal vez no les proporcionábamos una síntesis, más o menos amplia, de los contenidos, información y de los datos, pero es que materialmente no podíamos hacerlo. Un lector nunca sabe la proporción existente entre el volumen de trabajo y el que corresponde a cada empleado de una biblioteca. Ingresaban centenares de miles de ejemplares y los procesos que hay que realizar son muchos hasta que el usuario puede consultar un documento en una mesa de una sala de lectura o hasta que le traíamos de otra biblioteca un ejemplar o una reproducción de una obra que falta en nuestra colección y que necesita para su estudio o investigación. Nosotros éramos los intermediarios entre la edición mundial y la comunidad de usuarios a los que, además, debíamos orientar, guiar y enseñar si era preciso.

Si cierro los ojos, me veo en una planta del depósito general. Camino entre los pasillos de estanterías. Aspiro el olor inconfundible e inolvidable del papel. Las yemas de los dedos de mis manos acarician los lomos de los libros. A veces saco uno de su sitio, lo ojeo y lo restituyo a su sitio. Continuo mi paseo acompañado por los sonidos de las lámparas fluorescentes. No son simples libros: son seres que vivieron y que, en un momento de sus vidas, decidieron grabar en ellos sus conocimientos, sus pensamientos, sus sentimientos. Cuando los leo, descifro las palabras y las frases que escribieron, siento que resucitan y hablan con mi voz. Nos enseñan y comprendo que no han muerto del todo. Al mismo tiempo, las decenas, los centenares, millares y millones de metros lineales que ocupan me hablan del ego, de la vanidad puntual que, al final, deviene en un anonimato nominado. Tanto esfuerzo, tanta lucha, tanto placer, tanta vida para ocupar medio o tres centímetros lineales en la estantería de una biblioteca. Me sonrío y me digo que no desmitifique. En primer lugar, los libros son vida pasada o coetánea y, cuando alguien los lee, se produce el milagro de la resurrección de una época, de una idea, de un sentimiento.


[1] Orden de 9 de enero de 1992 por la que se dispone el cese de Doña Alicia Girón García como directora de la Biblioteca Nacional. – BOE n º 12. De 14 de enero de 1992, p. 1004
[2] Real Decreto 1581/1991, c/e 31 de octubre, por el que se aprueba el Estatuto de, la Biblioteca Nacional. -  BOE n º 268 de 8 de noviembre de 1991, p. 36110-36112
[3] Real Decreto 5851/1991, de 8 de noviembre. por el que se nombra a, doña Carmen Lacambra Montero directora general del Organismo autónomo Biblioteca Nacional. – BOE n º 269 de 9 de noviembre de 1991, p. 36225
[4] La Ley 31/1990, de 27 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 1991, en .su artículo 97 determina la transformación de la Biblioteca Nacional en Organismo autónomo de carácter administrativo, señalando en el el apartado 4.°. del mismo precepto que el Gobierno, mediante Real Decreto, proceda a la aprobación del correspondiente Estatuto.
-         [5] Coordinador y profesor del área de Bibliografía y Documentación en los Cursos de Biblioteconomía y Documentación organizados por la Asociación Española de Archiveros, Bibliotecarios, Conservadores de Museos y Documentalistas (ANABAD) e impartidos durante los años 1987, 1988, 1989 y 1990.
-         Profesor en los Cursos de postgrado sobre especialización en automatización de bibliotecas organizados por la Fundación Germán Sánchez Ruipérez y el Instituto de Estudios Avanzados en 1989, 1990, 1991 y 1992, en los que pronunció conferencias sobre "Automatización de la Biblioteca Nacional: pasado, presente y futuro", "MARC de autoridades" y "Préstamo interbibliotecario".
-         Profesor en el primer curso del Máster de Biblioteconomía organizado por la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense de Madrid en 1990, en el que impartí 6 horas lectivas sobre "Servicio de información y referencia: introducción a la bibliografía".
-         Profesor en el Curso de Archivística y Biblioteconomía: pasado, presente y futuro organizado en julio de 1989 por la Universidad de Alcalá de Henares dentro de los Cursos de verano en Sigüenza, donde impartí 2 horas lectivas sobre "Información bibliográfica general y especializada".
-         Profesor del Seminario sobre mecanización de bibliotecas organizado por el Instituto Vasco de Administración Pública del Gobierno Vasco, celebrado en Vitoria - Gasteiz del 23 al 26 de abril de 1990, en el que impartí 24 horas lectivas.
-         Profesor en el Curso sobre bibliografía organizado por la Conselleria de Cultura e Xuventude de la Xunta de Galicia y celebrado en Santiago de Compostela los días 11, 12 y 13 de diciembre de 1990 en el que impartí 4 horas lectivas.
-         Profesor en el curso Introducción al mundo de las bibliotecas organizado por la Universidad de Verano Casado de Alisal, del 8 al 13 de julio de 1991, en Palencia, en el que impartí 3 horas lectivas sobre "Los servicios bibliotecarios básicos".
-         Profesor en el curso selectivo para el ingreso en el Cuerpo de Ayudantes de Bibliotecas organizado, del 30 de septiembre al 14 de octubre de 1991, por la Subdirección General de Personal del Ministerio de Cultura, en el que impartí 20 horas lectivas sobre "Información Bibliográfica"
-         Profesor en el Curso sobre Automatización de bibliotecas, organizado por el Sistema Regional de Archivos y Bibliotecas de la Región de Murcia, celebrado en Murcia los días 18 y 19 de octubre de 1991, en el que impartí 12 horas lectivas sobre "Automatización de bibliotecas".
-         Profesor en el curso sobre Formato IBERMARC, organizado por ANABAD (Asociación Española de Archiveros, Bibliotecarios, Museólogos y Documentalistas) celebrado los días 18 a 29 de noviembre de 1991, en el que impartí 2 horas lectivas sobre "Introducción a los formatos".
-         Profesor en el Curso sobre Sistemas Automatizados de catalogación asistida organizado por la Universidad de La Coruña, los días 26 a 28 de marzo de 1992, en el que impartí 5 horas lectivas sobre "Implantación y puesta en funcionamiento de un sistema automatizado".
-         Profesor en el 2º Magister de Biblioteconomía organizado por la Universidad Complutense de Madrid, en el que impartí 12 horas lectivas sobre "El Servicio de Información y Referencia", en abril de 1992.
-         Profesor del Curso III fase de la oposición para el ingreso en el Cuerpo de Ayudantes de Archivos, Bibliotecas y Museos organizado por la Subdirección General de personal del Ministerio de Cultura y celebrado del 19 de octubre al 13 de noviembre de 1992, en el que impartí 9 horas lectivas sobre "Información bibliográfica".
-         Profesor y coordinador del Curso sobre préstamo interbibliotecario organizado por la ANABAD y celebrado en Madrid del 16 al 20 de noviembre de 1992, en el que impartí 4 horas lectivas.
-         Profesor del Curso sobre Formato IBERMARC organizado por ANABAD - Aragón, los días 8 a 12 de marzo de 1993, en el que impartí 3 horas lectivas sobre "Introducción al formato IBERMARC".
-        Conferencia sobre Préstamo Interbibliotecario, pronunciada en la Biblioteca de la Universidad de Zaragoza, el día 8 de marzo de 1993.
[6] - En 1990 es nombrado representante de la ANABAD en el Comité organizador del Congreso de la IFLA celebrado en Barcelona en 1993
- En abril de 1991 es nombrado representante de ANABAD en el Comité Organizador de la I Conferencia de Bibliotecarios y Documentalistas españoles.
- En abril de 1992 es elegido vocal de la rama de bibliotecas de ANABAD (Asociación Española de Archiveros, Bibliotecarios, Museólogos y Documentalistas) siendo nombrado vicepresidente de la Junta Directiva del día 25 de abril.
- Vocal suplente del   de la Comisión de Adquisiciones de la Biblioteca Nacional.
       - En el primer trimestre de 1993, es nombrado miembro de los Grupos de Trabajo encargados de estudiar la circulación automatizada de la Biblioteca Nacional y las tarifas de los servicios reprográficos.
[7] II Jornadas de Bibliotecas Universitarias (Madrid, 19-21 de octubre de 1989).
V Congreso de ANABAD celebrado en Zaragoza (25 a 28 de septiembre de 1991).
 Conferencia de Bibliotecarios y Documentalistas, organizada por la Dirección General del Libro y Bibliotecas, ANABAD y FESABID, que se celebró en Valencia del 5 al 7 de mayo de 1992.
58th. IFLA Council and General Conference, Barcelona, 22-28 de agosto de 1993

[8] Encuesta sobre los fondos, catálogos y servicios de la Biblioteca Nacional: un caso práctico / Luis Angel García Melero, Mª Jesús López Manzanedo. -- En Boletín de la ANABAD, 1992, v. XLI, nº 3-4, julio - diciembre. -- p. 335-348. -- Comunicación presentadas al V Congreso de ANABAD, celebrado en Zaragoza del 25 al 28 de septiembre de 1991. Dirección electrónica: http://eprints.rclis.org/17244/1/Encuesta_sobre.pdf [Última consulta: 23.11.2009]
Bibliografía española y Biblioteca Nacional. En: Homenaxe a Daria Villarino. -- Santiago de Compostela: Universidade, 1993.-- p. 117-129
El "status" del bibliotecario y del documentalista. -- En: I Conferencia de Bibliotecarios y Documentalistas Españoles. - Madrid: Ministerio de Cultura, Centro de Coordinación Bibliotecaria, 1993. -- p. 103-107
Autor de los folletos titulados "Usuario de la Biblioteca Nacional", "Investigador de la Biblioteca Nacional" y "El Servicio de préstamo interbibliotecario", publicados en junio de 1993.

[9] Estudio organizativo de la unidad de Préstamo interbibliotecario. - Madrid: Biblioteca Nacional, 1989. – 37 p.; 30 cm.
Propuesta de dotación de personal destinado a la organización de la colección de préstamo interbibliotecario, al traslado de fondos al edificio de Alcalá de Henares y a su funcionamiento habitual. - Madrid: Biblioteca Nacional, 1989. – 39 p.; 30 cm
Normas de utilización del Servicio de préstamo interbibliotecario. – Madrid: Biblioteca Nacional, 1990. – 20 h.; 30 cm.
Informe sobre el traslado de los fondos existentes en la calle Arroyo de Teatinos 48 y 52 y en el almacenista Gefidocs al edificio de Alcalá de Henares. – Madrid: Biblioteca Nacional, 1991. – 1 v. (pág. Var.) ; 30 cm.
Informe sobre los resultados de la encuesta a los usuarios sobre los fondos, catálogos y servicios de la Biblioteca Nacional y de la tabulación de las papeletas de pedido de publicaciones celebrada en 1991. – Madrid: Biblioteca Nacional, 1992. – 1 v. (pág. Var.) ; 30 cm.

[10] Martín-Montalvo San Gil, Rosario. Bibliografía forestal española. -- Madrid: Fundación Conde del Valle de Salazar, 1989. -- En: Boletín de la ANABAD, v. 40, 1990, octubre-diciembre. -- p. 244-245
Miscelánea - Homenaje a Luis García Ejarque.-- Madrid: FESABID, 1992.-- 296 p. - En: Boletín de la ANABAD, v. 43, n º 2, abril-junio, 1993, p. 183-185
Formatos bibliográficos: su compatibilidad y conversión ...-- Barcelona: SOCADI, 1992. -- 113 p. -- En: Boletín de la ANABAD, v. 43, nº 2, abril-junio, 1993, p. 174-177
OPAC'S: casos de usuarios de sistemas automatizados de bibliotecas...--Barcelona: SOCADI, 1992. -- 93 p. -- En: Boletín de la ANABAD, v. 43, n º 2, abril-junio, 1993, p. 185-187
Homenaxe a Daria Villarino. -- Santiago de Compostela. Universidade, Servicio de Publicaciones e Intercambio Científico, 1993. -- 508 p.-- En: Boletín de la ANABAD, v. 43, n º 2, abril-junio, 1993, p. 181-183


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