EL SONIDO DE LA OCARINA
Uno de los recuerdos y de las
imágenes más remotas que conservo, es un hombre subido en una bicicleta, que
recorría las calles del Madrid de mi infancia haciendo sonar una ocarina y gritaba
“El afiladooor”. La melodía de aquel instrumento se quedó tan grabado en mi
memoria, que mis padres me compraron una ocarina.
Años más tardes reencontré esa escena
en las calles de Torrevieja y de Las Navas del Marqués. Había una pequeña
diferencia respecto a la primera vivencia: el hombre se desplazaba montado en
una motocicleta. Su motor servía para poner en marcha el mecanismo usado para
afilar “Cuchillos, navajas, tijeras”, como gritaba tras hacer sonar las dulces
notas de la ocarina.
Hoy he ´vuelto a escuchar el
sonido de la ocarina en las calles de mi barrio. He buscado en balde una bicicleta
o una motocicleta, pero cada vez oía más cerca la melodía, hasta que me he dado
cuenta de que salía de un coche. No sólo ha cambiado el medio de locomoción:
dentro del automóvil había dos hombres con facciones de gitanos que fumaban
mientras miraban a través de las ventanillas a ver si se acercaba alguna
persona. Tampoco ellos gritaban el mensaje: salía de un disco conectado a un
altavoz. El contenido añadía algunas herramientas nuevas como las cuchillas de
cortacéspedes, entre otras. El afilador ofrecía sus servicios en el domicilio
de quien precisara sus servicios. Ya no cabía esperar a dos o tres mujeres
alrededor de la bicicleta o de la motocicleta, como sucedía entonces, viendo
cómo saltaban chispas al afilar el cuchillo, la tijera que cada una bajaba.
He cerrado los ojos y, en la
oscuridad más profunda, he sentido cómo giraban nombres y rostros de niños, hombres
y mujeres a los que he conocido y he compartido mi existencia. Salvador,
Fernandito, Cristóbal, Mimí, Torroba, Jaime, Pascual Urosa, Eustaquio Gómez
Díaz. Joaquín Barrionuevo, Pepe Crespo, Eduardo, María Rosa, María Antonia, Tano,
Anselmo, Cesar, Lala, Carmen, Lucía, Antonio Prieto, María Hernández. Puy,
Nicolás García Zurita, María José … Todos, todos giraban como una espiral, con
el rostro y el cuerpo que tenían cuando los conocí. En un segundo de lucidez me
pregunté “Así eran entonces. ¿Cómo serán ahora?”. Recordé algunas vivencias y
algunas frases suyas, que los identificaban en los más profundo de mi memoria. “Habrán
envejecido, como yo. Tendrán el cabello gris o blanco. Algunos se habrán
quedado calvos. Las arrugas surcarán sus manos y rostros. ¿Seguirán tan guapas
y esbeltas? Se habrán casado y tendrán hijos y hasta nietos. Tenían mi edad,
incluso algunos años más que yo. Estarán jubilados también. ¿Se habrán acordado
de mí, me recordarán, me reconocerían?”.
Y, no sé por qué, recuerdo una representación
de la obra de teatro “La herida del tiempo” de J. B. Priestley a la que fuimos
mi mujer y yo. Lloré amargamente, hasta el punto de que tuvimos que aguardar a
que se desalojara la sala, para salir nosotros, ya un poco más sereno. “¿Qué te
sucede, Luis? ¿Por qué has llorado tanto?” “Porque me he dado cuenta de que lo
que expresa este drama es lo que está pasando en mi familia”.
Vuelve a sonar la melodía de la
ocarina. Miro a los hombres que están dentro del coche. Ya nada es lo mismo.
Tampoco soy yo el mismo. No sé qué ha sucedido desde que la escuché por vez
primera. “Pero seguís en mí, yo os recuerdo”. He dicho en voz alta. Bruno, mi
perro, me da con su pata en mi pierna y se pone a dos patas. Da pequeños saltos
para llegar hasta mi cara. Me doblo y le beso a ambos lados del morro, en sus
poblados bigotes, y Bruno lame mi barbilla, mis mejillas, hasta que logra meter
su lengua rosada en mis labios. “No estoy triste, Bruno. Sólo he sentido los
recuerdos, el paso del tiempo, de la vida.”
Madrid, 28 de abril de
2017
Luis Ángel García
Melero
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