MENSAJE A UNA PERSONA AMADA
Luis Ángel García Melero
Este relato es un mensaje dirigido a una
persona a la que busco en todas las redes sociales desde hace años. No sé dónde
está, ni si vive o ha fallecido. Por favor, ayúdenme a encontrarla. Cuando lo
lea, sabrá que ella es la destinataria ella. ¡Ojalá 0responda!
Desde que te fuiste, me encerré en casa, en mis
recuerdos y sentimientos, recreando una y otra vez cada instante vivido a tu
lado, descubriendo una y otra vez un matiz que se me hubiera pasado en la
anterior recreación.
Me abandoné. Hoy mis cabellos y mi barba son
blancos, mi piel está surcada de arrugas y he engordado de tanto sedentarismo.
Cuando me dolían las piernas, caminaba por el largo pasillo de nuestra casa,
sintiendo el vacío de cada habitación en otro tiempo habitada. Me asomaba un
día a una, otro a otra y evocaba las vivencias que guardaban sus paredes, sus
muebles, como mudos testigos de un pasado feliz. No, los dolores, las desdichas
me propuse no recordarla.
Me encerraba en el amplio despacho que daba al
hermoso parque y contemplaba los colores de las hojas, la belleza de las
flores, la desnudez de las ramas, el sol, el atardecer, la noche. Sólo así era
consciente del transcurso del tiempo, de las estaciones, de los años. Pero no
los conté, no sé cuánto tiempo ha transcurrido. Me sentaba en mi sillón,
mientras permanecía el tuyo vacío. Olía a ti, a tu perfume, a tu sensatez, a tu
bondad, a tu cariño, a tu nobleza, a limpio. No, no era el olor de un perfume:
era el olor de tu cuerpo, de tu alma, de tu presencia. A veces me aturdía, me
desmayaba brevemente y soñaba contigo, con cada vivencia transcurrida a tu lado
y escuchaba tu voz tan cerca, que abría los ojos porque creía que habías
vuelto, que estabas otra vez junto a mí. No, no era cierto: sólo habitas mi memoria,
esa región ignota de mi cerebro que alberga los sentimientos.
Tomaba un libro de nuestra amplia biblioteca y
leía, leía sin parar, buscándote en cada persona, en cada frase, en cada
argumento. Cuando creía haberte encontrado, cerraba los ojos y, en lo más
oscuro de mi cerebro, volvía tu imagen, tu cuerpo, tu rostro con tu perenne
sonrisa esbozada.
Escuchaba la música, la misma música que
habíamos bailado, oído, compartido. Sentía el tibio calor de tu cuerpo y, una y
otra vez, regresaba tu perfume dulce, suave, a rosas y jazmín y me aturdía. En
ese aturdimiento recordaba los años transcurridos contigo en una ciudad
levantina, en otra andaluza en las que las hermosas buganvillas siempre nos
acompañaban.
No quería saber nada del mundo: por eso rompí
la radio, el televisor y no volví a comprar ningún periódico ¡Qué más daba lo
que sucediera fuera de nuestra casa si no estábamos juntos para hacerlo frente!
Cuántas noches amé tu cuerpo, como cuando
estábamos juntos. Acariciaba tu cara, tus ojos, tus párpados, tus orejas, tu
cuello, que besaba con delicadeza y dulzura. Entonces sonreías y me decías
“¡Qué escalofrío!”. Pero te dejabas hacer y mis manos descendían hasta tus
pechos y los acariciaba con suaves círculos. Y bajaba hasta tu sexo. Abría tus
piernas, besaba tu clítoris y, cuando estábamos al borde del orgasmo, penetraba
hasta llegar al hogar que habitarían nuestros hijos. Gemíamos a la vez en un
gozo carnal y espiritual. En el espasmo final, se hacía la noche y, en ella,
palpitaba la imposible unidad haciéndose realidad. Entonces nos tumbábamos boca
arriba, exhaustos, acariciándonos nuestras manos y hablábamos. Sí, hablábamos
de nuestros sueños, de nuestros objetivos y, como dos estrategas cómplices,
pergeñábamos lo que teníamos que hacer para alcanzarlos.
Me vuelvo loco. No sé vivir sin ti, sin tu
presencia, sin ese perfume que todo lo invade ¡Cómo no recordarte! ¿Cómo
olvidar nuestros paseos por el campo, junto al mar, por una y otra ciudad, uno
y otro pueblo, conociendo y disfrutando del arte, de sus monumentos? Tú tomabas
miles de fotografías y me leías la descripción que una guía hacía de ese
retrato, de ese crucero de una iglesia, del volumen de una estatua.
Todo era serenidad y placidez a tu lado. Nada
era imposible si estabas junto a mí: hasta el dolor y la enfermedad más grave
las superaba. No necesitaba ni quería a nadie más: éramos todo el universo.
Te fuiste, solamente eso, te fuiste. No se por
qué ni quiero saberlo. Y me encerré en mí: no sabía vivir sin ti. Éramos uno,
¿lo entiendes?, éramos uno, un mundo perfecto, redondo y cerrado. Ahora cierro
los ojos. Regresas a la negritud de mi cerebro. Sí ahí está tu rostro, tu
cuerpo, tus palabras y el perfume, sí, tu perfume tan verdadero, que siempre te
delataba cuando te acercabas. Es suave y dulce ese olor, embriagador.
Un día decidí salir de mi escondite. Estaba tan
preñado de recuerdos y sentimientos, que no reconocí nada ni a nadie. Todo lo
miraba y lo preguntaba, como un niño que descubre la vida. La gente me miraba
sorprendida: les debía extrañar mi cabello y mi barba tan blancos y largos, los
ojos refulgiendo al fondo de unas ojeras tan amplias y rosadas, mi delgadez
extrema, la suciedad de mi ropa, mi olor nauseabundo, sucio mendigo de mí
mismo. No nos reconocíamos: ellos vivían el presente y yo, el pasado. Aspiraba
el aire limpio, no viciado, y lo hacía para descubrir un rastro tuyo, el
perfume que me ayudara a encontrarte.
Sin quererlo y de repente, me ví reflejado en
el escaparate de una tienda. Sí, esa imagen de un ser abandonado debía ser yo.
Decidí asearme por si te encontraba y para que me reconocieras. Entré en una
centenaria peluquería y le pedí al peluquero que me afeitara y me cortara el
cabello. Cuando terminó, me miré otra vez en el espejo: era yo, pero más
demacrado y envejecido. Me sorprendió que llevara un billetero en el bolsillo
de atrás de mi pantalón. Le pagué y regresé a nuestra casa.
No podía estar en ese estado, así no me podías
ver ni reconocer. Me duché, me cambié de ropa y empecé a llamar a nuestra familia
para averiguar si estabas con alguno de ellos. Nadie sabía nada y se extrañaron
de no saber de nosotros en tanto tiempo y yo me asombre de que no nos hubieran
llamado en tanto tiempo ¡Cuánta soledad e incomunicación!
Bajé a la calle y fui a los lugares que acostumbrábamos
a ir. No, en ninguno estabas. Tampoco nadie de los que conocíamos. Recorrí los
parques y los jardines, los restaurantes, cafeterías, bares, museos,
monumentos, lugares de trabajo. Llamé a los hoteles y paradores que
frecuentábamos. Desesperado de no encontrarte, acudí a los registros civiles,
los hospitales, las comisarías, las cárceles, los cementerios … Creo que agoté las
posibilidades. Todo era inútil: tu nombre, tu persona no constaba en ninguna
parte.
Una mañana vi un niño de unos trece años sentado
en un banco de un parque jugando con una tableta electrónica. Le pregunté qué
hacía. Me miró sorprendido.
-
¿Y tú de dónde sales? – Me preguntó mientras
levantaba la cabeza para mirarme.
-
No lo sé, tal vez del pasado ¿Con qué juegas?
-
Con una tableta, ¡no lo ves?
-
No sé qué es eso, nunca había visto una.
-
Pues es guay.
-
¿Qué es guay?
-
¿Estás tonto? Que mola mucho, que es bueno,
divertido.
-
¿Y cómo se juega con eso?
Y el niño me explicó y me enseñó a utilizar
algunas aplicaciones: buscar en la red, el funcionamiento de un buscador, del
correo electrónico, las redes sociales … Se lo agradecí yendo a comer juntos
una hamburguesa.
-
¿Y tus padres?
-
Separados, cada uno por su sitio. Yo estoy unos
días con mi madre y otros con mi padre. Cuando no puede ninguno de los dos,
como hoy, estoy sólo.
Entonces me di cuenta de que aquello me podía
ayudar a encontrarte. Le dije si me podía enseñar a abrirme una cuenta en eso
que llamaba red social. Me respondió que sí, que era facilísimo. Me explicó con
claridad y sencillez y yo fui anotando los pasos que tenía que dar en una
servilleta de la hamburguesería.
-
¿Dónde puedo comprar una tableta?
-
¡Qué raro eres! En una tienda de electrónica o
ahí, en ese chino, que será más barato.”
Miré el billetero. Aún quedaban algunos billetes
y monedas sueltas. Fuimos al chino y compré una tableta siguiendo las
indicaciones del niño. Me explicó qué tenía que hacer para encenderla, cargar
la batería y utilizarla. Nos despedimos. Pensé que la infancia no es compleja
ni tiene prejuicios.
En casa, conecté un cable a la corriente
eléctrica hasta que un piloto me advirtió que la batería estaba llena. Luego me
dijo lo que me dijo el niño: “Vete a un sitio que tenga Wifi”. Regresé a la
hamburguesería, que era el único que sabía a ciencia cierta que lo tenía. Ya
allí, saqué las notas que había escrito en las servilletas y cree una cuenta de
correo electrónico en las redes sociales que me había enseñado a usar. Cuando
no entendía algo, pulsaba un signo de interrogación o un literal que decía Help o Ayúdame.
Así es como escribí este mensaje que hoy remito
a todo el mundo o público. Busco a esta mujer. Quien lo lea, sabrá que es ella
a la que dirijo estas palabras: “Vuelve amor, vuelve o dime dónde estás: la
vida sin ti no tiene sentido”.
Madrid, 10 de marzo de 2018
Cuanto amor ytaducen tus palabras. La vida nos pone en el camino a muchas personas, pero solo unas pocas permanecen en el corazón. Un abrazo.
ResponderEliminarG
EliminarGracias, Lales. Sí, el alma sólo elige a las personas que más huellas dejaron en nuestra vida. Esas nunca se olvidan
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