EL DíA DE LA VIRGEN


EL DÍA DE LA VIRGEN
Luis Ángel García Melero



Hoy es 15 de agosto, festividad de la Ascensión de María o, como todo el mundo la denomina, el día de la Virgen. Es fiesta en toda España. La mayoría de los pueblos y ciudades celebran los festejos del día de su patrona: misas, procesiones, ferias, conciertos, corridas de toros, etc. En Madrid, también. La ciudad está prácticamente vacía salvo las calles próximas a la Iglesia de la Paloma. La gente se encuentra en sus pueblos, en las ciudades costeras, viajando por el extranjero. Los madrileños que nos quedamos en la capital. podemos permitirnos el lujo de cruzar las avenidas por cualquier lugar, incluso pasear por el medio de la calzada.

No recuerdo nada especial de este día en mi infancia. Mis primeras memorias datan de cuando tenían diez o doce años, cuando veraneábamos en la Torrevieja de la década de los años sesenta. El 15 de agosto se llenaba la playa de torrevejenses, de oriolanos, murcianos y veraneantes procedentes de otros lugares de España y algunos de Europa. Resultaba muy costoso encontrar un sitio en ella y bañarse en el mar. En años posteriores optamos por bajar a la playa del Cura a última hora de la mañana o primera de la tarde, hacia las dos o las tres. En ese momento la gente comía en sus domicilios, chiringuitos o restaurantes. Nosotros comenzamos a cenar temprano, como yo decía, es decir, hacia las cinco o seis de la tarde.

A medida que aumentaba el turismo y cuando mis hermanos aprendieron a conducir y se compraron un coche, mi padre cambió de estrategia. Si la gente “invadía” Torrevieja, nosotros teníamos que aprovechar su ausencia para invadir sus pueblos o ciudades: Murcia, el Mar Menor, Orihuela. Así comenzaron nuestros desplazamientos a Orihuela, donde nació mi abuelo y habitó la familia de mis padres, sobre todo, durante la guerra civil. De esta manera se inició un viaje ritual al que se iban añadiendo nuestras novias o mujeres, mis sobrinos, tíos y, puntualmente, algún amigo. Aparcaban los coches en la explanada o jardines de las palomas, como la llamaba mi madre. Luego íbamos a la casa de Miguel Hernández, al colegio de Santo Domingo, en el que estudió mi ascendiente, atravesábamos el palmeral hasta llegar a Casa Corro, un restaurante cercano a la carretera de Crevillente. En ella pedíamos su especialidad: arroz con costra, una paella cubierta por una tortilla de huevo con embutidos, especialmente los denominados blancos. Como no reservábamos mesa, encargábamos la comida y paseábamos por los alrededores del restaurante hasta que quedara alguna disponible. Luego obrábamos el milagro de comer nuestra ración de arroz con costra y un pastel de gloria de postre. Nunca tantas personas arriesgaron tanto para sufrir una hemiplejia. Las calorías engullidas hacían todavía más insoportable la temperatura tórrida de esa festividad, que oscilaba entre los treinta y los cuarenta grados centígrados. Mi hermano mayor nos decía que saliéramos a pasear por el palmeral para que “bajara” la comida. La idea no era mala y las palmeras con sus sombras convertían el paseo en algo grato los primeros minutos. Luego, el zumbido de los insectos y el canto de las chicharras, se aliaban con el calor de las primeras horas vespertinas y sentíamos la imperiosa necesidad de regresar a Casa Corro a refugiarnos: el sudor corría por nuestras frentes y espaldas, al tiempo que la sequedad de la boca y las palpitaciones del corazón en nuestra carótida nos obligaba a suspender la filosófica conversación que habíamos emprendido mis hermanos, amigos y yo.

Cuando bajaba un poco el sol y nuestros cuerpos se serenaban, emprendíamos el camino de regreso. Entonces, mi padre siempre introducía alguna variante para desviarse y buscar las casas en las que había vivido mi abuelo. Por fin, tras comprar mi madre algún dulce, subíamos a los coches y regresábamos a Torrevieja entre suspiros y desabrochándonos los cinturones de los pantalones. En la carretera nos cruzábamos con los coches de los invasores de nuestra segunda residencia. ¡Por fin había pasado el día de la Virgen!

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Hubo otros 15 de agosto especial, allá por 1984 o 1985, mientras preparaba las oposiciones al Cuerpo Facultativo de Bibliotecarios. Aquel verano, mi familia política no pudo ir a Las Navas del Marqués, Ávila, su segunda residencia desde comienzos del siglo XX, excepto algunos años. Mi suegro, madrileño castizo nacido en el barrio de Lavapiés de Madrid, tuvo la idea de que fuéramos a la feria de la Paloma y a ver una zarzuela, La verbena de la Paloma, obviamente. De esta manera yo descansaba de tanta Biblioteconomía. Documentación, Bibliografía e Historia del libro y de las bibliotecas.

Por allí estuvimos los dos matrimonios, mis suegros y nosotros, paseando por las calles ocupadas por la feria, viendo los puestos, degustando algún churro u otra cosa que nos sirviera de cena, oyendo música castiza y experimentando las consecuencias de la superpoblación en lugares angostos. Luego, por fin, fuimos a un local al aire libre, habilitado para la representación en un escenario más elevado que el patio de butacas formado por sillas de madera plegables. Allí vi por primera vez una zarzuela ambientada en el Madrid de los hermanos Álvarez Quintero y Carlos Arniches.

Cuando regresamos a casa por la noche, cogí de nuevo los temas para repasar el esquema de uno y estudiar otro, mientras escuchaba música de Joan Manuel Serrat. Mi mujer se sentaba en una silla de playa en la terraza esperando a que terminara para acostarnos. Algunas veces me acercaba al salón y allí la veía, acariciándose el lóbulo de la oreja mientras contemplaba la calle o con los brazos apoyados en la barandilla, como si fuera la mujer asomada a la ventana de Salvador Dalí.

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A comienzo de los años noventa vivimos una experiencia desagradable la víspera del día de la Virgen. Estábamos en Torrevieja veraneando con mis padres, mi hermana y mi prima hermana. Mi padre enfermó hasta el punto de subirle mucho la temperatura corporal y empezar a presentar ciertos síntomas de confusión. A última hora de la tarde y, a la vista de que la fiebre no descendía con antitérmicos, decidimos llamar a un médico.

Cuando llegó y le examinó, decidió solicitar los servicios de una ambulancia para que le trasladara al Hospital de Elche con objeto de que le hicieran unas pruebas. Yo fui con él en la ambulancia. Mi hermana, acompañada por mi mujer, nos seguía en su coche. Nunca vi unas carreteras tan oscuras y estrechas. Debían ser comarcales para evitar el atasco de la carretera de Alicante a Cartagena.

Llegamos a urgencias del Hospital y, tras el tiraje o evaluación de la gravedad del paciente, una doctora le volvió a examinar, le pusieron un antibiótico y un antitérmico y prescribió unas analíticas, una radiografía de tórax y una ecografía de abdomen y pelvis. Sospechaba de una infección urinaria, pero no descartaba una patología en los pulmones debido a los ruidos que escuchaba en sus bronquios de grandísimo fumador.

Aguardamos unas horas. Nos llamó la doctora y nos informó que la radiografía reveló lo que ya sabíamos: pulmones de fumador, pero sin una patología reciente; las analíticas confirmaron una infección de orina, aunque aún faltaban los resultados del antibiograma para conocer la bacteria causante y prescribir el antibiótico eficaz. Aún debíamos aguardar a que le hicieran la ecografía para descartar una enfermedad de la próstata o del riñón, de la vejiga y que fuera la causa de la infección.

Las urgencias se fueron llenando de pacientes, muchos procedentes del uso de los petardos con los que se preparaba para celebrar la fiesta de la Virgen. Los celadores tuvieron que hacer sitio y sacaron la camilla en la que se encontraba mi padre a un pasillo. Mientras tanto, había mejorado algo y me preguntó dónde estábamos. “En un hospital de Elche”. Sus ojos de color azul violáceo me miraron y me preguntó qué día y hora era.

-          El catorce de agosto y son las once y veinte de la noche.

Dio un brinco y se puso de pie encima de la camilla. Se le cayó la sabana verde que le cubría el cuerpo y se quedó totalmente desnudo, ante el asombro del personal médico, enfermero y de otros pacientes.

-          ¡Vámonos, vámonos de aquí inmediatamente! Dentro de una hora esto va a ser un infierno.

-          ¿Por qué?

Le pregunté sin darme cuenta de la causa de su sobresalto.

-          Van a empezar a tirar cohetes y petardos. ¿No te das cuentas? ¡Estamos en Elche y en fiestas! ¡Vámonos! ¿Dónde está mi ropa?

-          Papá, bájate, túmbate, que estás desnudo encima de la camilla.

-           ¡Eres un inconsciente! ¡¿Y tu hermana? ¡Vámonos!

Por fin se sentó en la camilla y le cubrí con la sábana.

-          Espera que hable con la doctora que te atiende y a que me den tu ropa.

Se acercó una enfermera y me preguntó qué le sucedía a ese señor. Le expliqué lo que pasaba y quería. Me pidió que aguardara, que iba a informar a la doctora que le atendía. Mientras esperaba, mi padre quería que avisara a mi hermana, que se encontraba en la sala de espera con mi mujer. Le dije que permaneciese tranquilo hasta que hablara con la médica, pues no le podía dejar sólo por si venía en mi ausencia.

Al final llegó. Le expuse lo que sucedía. Obviamente me respondió que había que aguardar al antibiograma y al resultado de la ecografía, que no se podía ir así, sin estar definitivamente diagnosticado, pues podía suceder que tuvieran que hacerle más pruebas según el resultado de la ecografía. Mi padre se puso a gritar y a pedir que le dieran su ropa, que éramos unos inconscientes, que “aquello” se iba a convertir en un infierno con los explosivos. Me di cuenta, que, en su estado febril, creía que se encontraba en el hospital que le acogió cuando fue herido en la guerra civil, pero me lo callé. Estábamos organizando un escándalo. Entonces decidí pedir el alta a la doctora bajo mi responsabilidad. También le dije que le agradecería que le prescribiera algún antibiótico. En Torrevieja ya le llevaría a un doctor. Al final, tras varios intercambios de opiniones, la doctora accedió. Se fue a redactar un informe de alta, en la que hacía constar que me responsabilizaba de la salud del paciente. Mientras traía el informe, le pedí que se quedara tranquilo porque iba a buscar a mi hermana.

La conté cuanto había sucedido y ella y mi mujer se encargaron de localizar la ropa. Luego entró y le ayudó a vestirse. Por fin regresó la doctora con el informe, que tuve que firmar, y en el que le prescribía unos antibióticos en inyección y un analgésico. Me dijo que, si mañana seguía con esa fiebre, que volviéramos al hospital y que podíamos regresar en una ambulancia que se desplazaba a Torrevieja para recoger a otro paciente. La pedí disculpas por el incidente y le agradecí su atención.

Transcurridos unos minutos, iniciamos el retorno. La ambulancia también se desplazó por las carreteras comarcales, como la que nos llevó hasta el hospital de Elche. Al poco rato, empecé a oír unas explosiones. Miré por la ventanilla trasera de la ambulancia. En el horizonte se veían palmeras de colores que rompían la oscuridad de la noche iluminándola. Miré el reloj: las doce y media. Ya estábamos en el 15 de agosto, el día de la Ascensión de la Virgen.

Aquél fue el último verano que fuimos a Torrevieja y marcó el inicio del declive físico, que no mental, de mi padre. Al día siguiente mi mujer y yo regresamos a Madrid. Cuando arrancó el autobús, no era consciente de que no regresaría a aquella ciudad, a la que había ido todos los veranos desde 1961, hasta catorce años después. Fue con motivo de la donación del archivo de mi abuelo al ayuntamiento de Orihuela por parte de mis tíos paternos. Era el año 2005. Mi madre, mi padre y mi hermano mayor habían fallecido años atrás. Al poco de llegar a Torrevieja, me percaté que ya no era la ciudad de mi infancia, adolescencia y juventud, que gran parte del paisaje había cambiado, que el chalé donde veraneábamos se había convertido en una casa alta de cemento visto, que el jazminero, la buganvilla, las adelfas, y el galán de noche del jardín habían sido arrancados y que yo había ido en busca de recuerdos y sentimientos, que sólo existían en mi memoria.

******

Otro día de la Virgen que persiste en mi recuerdo es el del año 1993, tres días después de la muerte de mi madre. Casi un mes antes había padecido un derrame cerebral en su casa. Un médico de cabecera aconsejó al resto de mi familia que permaneciera en cama y que la pusieran una inyección cada ocho horas.

Cuando llamé desde Las Navas del Marqués, a donde acabábamos de llegar, me enteré de lo que le había sucedido. Al día siguiente regresamos a Madrid y, después de dejar el equipaje en nuestro domicilio, fuimos a la casa de mis padres. Allí estaba en cama, congestionada, ardiendo en fiebre. Mostré mi disconformidad y por fin decidimos llamar al servicio de urgencias de la compañía médica. Tiempo después la trasladaban en una ambulancia a un hospital. La hicieron unas pruebas diagnósticas y la subieron a una habitación con suero y oxígeno.

La desaparecida Clínica del Valle en Madrid, a la que nos condujo la ambulancia, sea maldecida mil veces mil. La habitación era antigua, sin aire acondicionado y orientada de tal forma que daba la luz y el sol del ferragosto un gran número de horas. No tenía asignada un doctor concreto: cuando pasaban consulta, le atendía un médico distinto. Lo único que decían era que había sufrido un derrame muy extenso, que le había afectado la zona del cerebro en la que residía el habla y que las siguiente treinta y dos horas eran decisivas. Transcurrieron y no mejoró. Emitía unos sonidos que no lográbamos interpretar. Entonces comprendí la tragedia de la incomunicación, de la imposibilidad de no entenderse. Ese sonido, único que pronunciaba, – Ah, ah, aaah – se me ha quedado grabado en el cerebro.

Mi padre no estaba bien de salud y no le dejamos que fuera al sanatorio a verla. Llevaban cincuenta y nueve años juntos (siete de novios, incluidos los tres de la guerra civil, cada uno en una zona, y cincuenta y dos casados) y sólo se comunicaban por teléfono. Recuerdo, como si la estuviera viendo ahora mismo, los gestos del rostro de mi madre cuando escuchaba la voz de mi padre: arqueaba las cejas y sonreía abiertamente. Ella emitía su onomatopeya – Ah, Aaaah, Aah – como toda respuesta a su voz. Asistía incapaz a aquella escena de dolorosa belleza, que aún hoy se reproduce en mi memoria cuando los recuerdo.

Unos días antes de fallecer, cuando la cuidaba por la noche o mientras esperaba al hermano que me revelaba, la vi llevarse una mano a la parte alta del pecho. No comprendía qué quería decirnos. Luego, una vez muerta, pensé que, tal vez, le dolía los pulmones, que se le había formado una embolia. Era inútil decir nada a las enfermeras y a las auxiliares sudamericanas, incluso a los doctores: no hacían caso.

El doce de agosto un médico nos dijo que al día siguiente le daba el alta y que podíamos llevarla a su domicilio: una casa construida en el último cuarto del siglo XIX, sin ascensor y con noventa y ocho escalones empinados, pero ubicado en una zona privilegiada de Madrid. Al día siguiente, por la tarde, mi madre falleció acompañada por uno de mis hermanos y por mi mujer, que le cerró los ojos.

No quiero sufrir más recordando. Al final la llevamos al tanatorio. Mi hermano mayor y yo gestionamos el velatorio, la adquisición de la sepultura, del féretro y el entierro, que tuvo lugar el catorce de agosto. A pesar de la fecha, que coincidía con el apogeo de las vacaciones de verano, asistieron muchos miembros de la familia, amigos y compañeros de trabajo al velatorio y al enterramiento. Luego acompañamos a mi padre y hermana, que vivía con ellos, a su domicilio.

Al día siguiente, quince de agosto, nos reunimos la familia en la casa paterna. Resultaba muy duro contemplar vacía la silla en la que mi madre se sentaba para maquillarse y comer. Fue entonces cuando todos sentimos su ausencia de forma más aguda. Uno de nosotros – no recuerdo quién, tal vez mi hermana – se sentó en esa silla para romper el vacío que había dejado y el dolor. Luego conversamos evocándola, comentando el entierro y la estancia en aquel hospital de desagradable recuerdo. A todos nos sorprendió la reacción de mi padre. Después de haber compartido tanta vida juntos, no derramó una lágrima, no emitió ningún quejido, no lloró. Tal vez no comprendíamos que mi madre seguía viviendo en él, en su memoria, en su imaginación, en sus ojos de color violeta. Pensamos que era una reacción de mera supervivencia. No, sencillamente sucedía que eran uno, un solo cuerpo y espíritu.

Por la tarde, mi hermano mayor y yo decidimos bajar a la parroquia para informarnos sobre los trámites y las posibles fechas de un funeral. Estábamos fuera de la realidad: al llegar a la iglesia, estaba cerrada. Casi España entera estaba clausurada o mantenida al ralentí por unos servicios muy mínimos. La gente estaba en las fiestas de sus pueblos, en las playas, recorriendo ciudades extranjeras, hablando, riendo, jugando, comiendo, bailando, amando. Había muerto mi madre, el ser más importante de mi existencia, pero la vida seguía como si nada hubiera ocurrido. A veces la existencia resulta indiferente, dura, incluso cruel.

******

A comienzos de agosto mi mujer y yo regresamos de Paris donde celebramos nuestras bodas de Plata. Estuvimos unos días en Madrid lavando la ropa, limpiando la casa, visitando a mi familia antes de ir a Las Navas del Marqués, donde estaba veraneando la familia de mi consorte.

El 15 de agosto de 2005 allí nos reunimos todos: mis suegros, mi cuñada, mis cuñados con sus dos hijos y nosotros. No resultaba fácil conseguirlo por motivos laborales, pero ese año sí fue posible. La casa de Villa María Luisa se llenó de nuestra presencia, de nuestras conversaciones y del balbuceo de mi ahijado más joven. Cuando se junta mucha gente no es fácil cumplir un horario estricto y más si hay niños pequeños. Yo era uno de los más madrugadores.

Después de desayunar, arreglarme y vestirme, salía a pasear por el pueblo a una hora que no había mucha gente por la calle. Casi todos los días hacía el mismo recorrido: andaba por la calle Principal hasta llegar a la Plaza del Ayuntamiento. Luego subía por una calle empinada, dejando a mano derecha el castillo, contemplaba las piedras centenarias (en una de ella estaba grabada una fecha, 1625) de una casa del pueblo antiguo, ubicada esquina a la calle Rosario, y llegaba a la plaza del risco. Admiraba los árboles plantados en forma de círculo, que parecían que nunca crecían (durante años tuvieron la misma altura), las rocas milenarias del Risco y los restos del convento renacentista de San Pablo. Su fachada y techumbre habían sido restauradas recientemente después de la destrucción sucedida durante la guerra civil. Allí hacía un alto, respirando hondo y deprisa por el esfuerzo de la subida, y contemplaba el pueblo que se extendía abajo. Luego proseguía mi paseo por un camino sin asfaltar al que bauticé irónicamente como La M 30 de Las Navas del Marqués. Al cruzarme con el camino que llevaba al Sauco, giraba a la izquierda, compraba el periódico en una librería de la calle Principal y regresaba a Villa María Luisa.

Desde el jardín se percibía que la casa estaba llena de vida, gritos, voces, risas, el sonido de un televisor … Yo aparecía en el umbral de la puerta de entrada y allí estaba mi cuñada y mi mujer, admirando al rey de la casa, que se paseaba vacilante en pañales. Su hermano mayor, ya dispuesto, veía un capítulo de una serie y sus padres se arreglaban y vestían para irse. Mi querido suegro me preguntaba retóricamente si había comprado el periódico y me decía si hacía el favor de leerle la programación de la televisión. Mi suegra salía de la cocina secándose las manos en un delantal salía y me volvía a saludar:

-          Hola, Luis, ¿ya estás aquí?

Salían del fondo de la casa mis cuñados, vestían al pequeño, cogían el cochecito del niño y se iban los cuatro a la plaza del Risco. Entonces, tras unos comentarios de unos minutos, mi mujer y mi cuñada se iban a vestir y a arreglar, mientras la dueña de la casa proseguía la preparación de la comida. Casi siempre era la última que se cambiaba la ropa de estar en casa por la de salir a la calle.

Una vez listos todos, salíamos a la calle y emprendíamos el mismo camino que había hecho yo a primera hora. Paseábamos despacio, comentando las gracias y las palabras de los niños. Allí había esperanza, futuro, alegría, a pesar de los problemas de salud y de trabajo, que no faltaban. Cuando llegábamos a la Plaza del risco, encontrábamos sentada en un banco a la madre con el niño. Desde la piedra más grande y alta del risco, el padre y el hijo mayor levantaban los brazos saludándonos e indicándonos dónde estaban. Mi cuñada emprendía el ascenso mientras mis suegros, mi mujer y yo nos quedábamos con el bebé. Allí respirábamos aire puro y yo contemplaba todo, porque siempre he sido un espectador y no un actor, tal vez para un día poder evocar aquellas vivencias. Hablábamos de todo y de nada, que es como mejor se conversa. Y yo me levantaba y me acercaba al convento de San Pablo y miraba el cielo intensamente azul cruzado por un ave rapaz o por la blanca estela de un avión.

Cuando descendían corriendo por la ladera del risco, nos levantábamos todos y bajábamos a la calle principal para contemplar el desfile de caballos enjaezados y de carrozas, que se dirigían al Valladar, llanura cercana a la carretera a Valdemaqueda, donde se celebraba una fiesta campera y se almorzaba. Tras la banda musical, que abría la marcha, iban los caballos montados por uno o dos jinetes, un hombre y una joven, o una carreta. Los caballos y yeguas llevaban sus mejores adornos, las bridas más hermosas y las colas perfectamente limpias, peinadas y onduladas. Grupos de chicos representaban en la plataforma de un camión de múltiples ruedas escenas de hombres primitivos, de esclavos egipcios, de damas y caballeros medievales. Por último, los trabajadores del ayuntamiento iban recogiendo los excrementos de los caballos y los residuos dejados por los humanos.

Finalizado el cortejo, la gente regresaba a sus casas o se encaminaban al Valladar en sus automóviles, nosotros nos íbamos a tomar el aperitivo en la terraza de un bar del pueblo. Luego regresábamos a casa y comíamos todos juntos, apiñados, con apenas espacio en la mesa para cada uno. Se hablaba y no había forma de enterarse de las noticias que un locutor comunicaba por el televisor. Seguramente lo hacíamos adrede, porque descansar también supone ignorar por un tiempo la realidad. Después llegaba la hora de recoger los platos, vasos, cubiertos, ollas y sartenes, lavarlos, secarlos, recontarlos y colocarlos en su lugar correspondiente y, por último, echarnos la siesta. Algunos no dormían, sino que jugaban a las cartas o veían la televisión. Otros leíamos tumbados en la cama de nuestra habitación, mientras sentíamos el aire fresco que entraba por debajo de la persiana echada y las contraventanas entornadas.

Cuando los niños y sus padres salían de su habitación, todos sabíamos que era la hora de ponerse en marcha, arreglarse y salir a pasear. Al ser tantos, lo hacíamos por tandas. Primero se iban ellos y, algo más tarde, mis suegros, mi mujer y yo. Si no estaban en ninguna atracción temporal de las fiestas, quería decir que se habían encaminado hacia el parque que se encontraba frente al pinar. Resultaba extraño, pero se justificaba si tenías en cuenta que, a finales del otoño y durante el invierno, aquel estaría cubierto de nieve. Subíamos despacio por la calle Aniceto Marina, contemplando los chalés de comienzos del siglo XX, oliendo las cercas de madreselva, escuchando el cántico de múltiples pájaros anidando o refugiándose entre las ramas y hojas de un secular cedro.

En efecto, mis cuñadas y cuñado y los niños estaban en el parque. Uno jugaba a la pelota con su padre, mientras que el pequeño, protegido por su madre y su tía, se deslizaba por un tobogán. Allí había más padres y abuelos con sus hijos y nietos. Era la diversión de la madurez y de la tercera edad, porque la juventud estaba aún en el Valladar, en la heladería en los bares o caminando entre la naturaleza.

Mientras se entretenían, le dije a mi mujer que iba a pasear un rato por el pinar. Crucé la carretera de Madrid a Ávila por el paso subterráneo y me adentré por un camino de tierra flanqueado por zarzamoras, tomillo, romero, jaras … Por fin llegué a mi destino, el risco del pinar. Me senté en una roca, como hacíamos muchas tardes mi mujer, mi cuñada y yo, y contemplé las laderas de las montañas cubiertas de pinos, sólo interrumpidas por la vía del ferrocarril y el cortafuegos. Se veía el Barrio de la Estación, la Ciudad Ducal, Navalperal … y unas lejanas montañas cuyo nombre nunca supe. Hubo un momento mágico en el que escuché el sonido del viento, mientras en el horizonte se atenuaba la luz dorada del atardecer y un cielo sonrosado, anaranjado, azul oscuro, que anunciaba el final del día. “No volverá, esté momento no volverá”. Pensé, me levanté y emprendí el camino de regreso.

Allí estaban, recogiendo porque anochecía y había que bañar y dar de cenar a los niños. Una vez más la cena se llenó de ruido, de palabras, de risas, de alegría, de vida. Cuando terminamos, mientras las mujeres recogían los cacharros y mi suegro comentaba con mi cuñado algo del Real Madrid, salí y bordé la casa buscando un rincón de total oscuridad total. Allí miré el cielo estrellado. Tapé los laterales de mi cabeza con mis manos. Vi relucir estrellas y el polvo blanquecino de la Vía Láctea. En Madrid resultaba imposible contemplar el firmamento. Recordé la lejana noche en la que mi hermano mayor, fallecido apenas hacía un año, asomados a la ventana de un viejo tren expreso, cuyo recorrido era de Madrid a Alicante, me enseñó a saber cuál era la Estrella Polar, Venus, las distintas constelaciones. Una y otra vez acudía a mi memoria ese hermoso recuerdo. Sentí que los ojos se me nublaban de lágrimas y decidí entrar en la casa.

Allí estaban todos, conversando, jugando con el bebé, símbolo del futuro, y yo grabé esa escena en mi memoria. Era el símbolo de la vida, de la felicidad de una familia. Entonces ignoraba lo que sucedería en apenas siete años: mi suegro y mi cuñado, en la plenitud de la vida, fallecerían. Unos años más tarde, mi suegra me miraría fijamente. No me diría “Hola, Luis, ¿ya estás aquí?”, porque no sabría si quiera que me llamaba Luis. La vida, gracias a Dios, sólo nos permite conocer el presente y el pasado. Si supiéramos cuál iba a ser el futuro, probablemente llegaría un instante en el que no querríamos existir.

******

Seguramente ha habido más días de la Ascensión de la Virgen en mi existencia y más agradables o positivos, pero confieso que hoy no acuden a mi memoria. He procurado reflejar aquellos que más impacto dejaron en mi personalidad. Desde el último han transcurrido muchos años, me faltan muchos seres queridos y la sociedad ha cambiado tanto que temo que mis palabras no sean comprendidas. Estoy rodeado de familiares mayores que, en buena lógica, fallecerán en no muchos años. Tal vez de aquellas familias felices, unidas y entrañables, sólo quedemos en breve mi hermana, mi cuñada, mi mujer y yo. Los sobrinos viven y vivirán su propia existencia, pero no parece que vayan a tener descendencia. Quizás sigamos viéndonos dos o tres veces al año, de ellos es el futuro y tienen que forjarlo día a día. Me gustaría que nos reuniéramos más a menudo y, sobre todo, conversar con ellos, porque, al final, quedan las palabras, que son la expresión de la vida, lo que recordarán en el futuro. Quizás sea yo el que muera en breve. No he tenido hijos: un voraz cáncer me lo impidió. Padre, tú que te sentías tan orgulloso de tus antepasados, de tus padres, de tus hermanos, de tus hijos, conmigo desaparecerán tus genes y esta rama de la familia se tronchará podrida y, en el suelo, se convertirá en humus, en olvido.

Da lo mismo. Lo que importa es el presente. Mi presente es, sobre todo, la compañía del perro tumbado junto a mis pies mientras escribo estas páginas y mi mujer, que ahora mismo, está derramando cariño y dulzura en su querida madre, en nuestra querida madre. Disfruta de ella, amor.

Apenas se escuchan ruidos por la ventana. Hace calor. Las calles están vacías. Las personas están disfrutando, olvidando el duro día a día, viviendo. Ahora mismo ha fallecido alguien; ahora mismo está naciendo un niño. Es la vida hermosa, dura, indiferente.

Hoy es un luminosos y calurosos quince de agosto y los cristianos celebran la Ascensión de María o, como la mayoría denominan, el día de la Virgen.
Madrid, 15 de agosto de 2019

Comentarios

  1. Toda la realidad, pero hemos sido felices y aquí estamos, recordado a todos nuestros seres queridos, un gran beso hermano, sigue escribiendo.

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  2. Me ha encantado tu escrito de los 15 de agosto recordados. Me ha sabido a poco. Un relato costumbrista y lleno de cariño. yo solo recuerdo un día 15 de agosto, el de 2007, cuando gracias a Dios y a la Virgen, Lucia sobrevivió al terremoto de Pisco. Gracias por hacerme pasar un rato de lectura tan agradable, eres todo corazón.

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