El despacho
EL
DESPACHO
Luis
Ángel García Melero
El niño se despertó con ganas de ir al
baño. Se levantó y fue al cuarto de baño. Al salir, vio, al final del largo
pasillo, una luz en la habitación que sus padres llamaban despacho, la única en
la que no había una cama. Se acercó despacio hasta ella y apoyó la frente en el
quicio de la puerta.
Unos centímetros más allá del dintel,
había una silla tapizada de verde pálido y con fuertes patas de madera. Algo
más arriba de un metro de su respaldo, se veía una fotografía en blanco y negro
enmarcada, que representaba a un varón de unos cincuenta años con la cabeza de
forma cúbica, las sienes y el bigote plateados y el cabello corto y peinado con
una raya al lado, que coincidía con el arco de la ceja izquierda. Vestía una
chaqueta y una corbata. Sus ojos debieron ser claros, azules o, tal vez,
grises. Le dijeron que era su abuelo paterno. No le llegó a conocer, pues
falleció dos años y unos meses antes de que él naciera.
A continuación de la silla, había un
sifonier oscuro, tal vez negro, con cinco cajones, En los más altos había
guardados unos tacos de grabados de unas ilustraciones antiguas para unas ediciones
facsímiles. También contenía hojas sueltas impresas, quizás, pruebas de edición.
En los siguientes se albergaban ejemplares finos de varias publicaciones,
seguramente separatas de artículos publicados en revistas o prólogos de libros.
Cada uno de los inferiores disponía de varios tableros perpendiculares al
frente del cajón, que almacenaban infinidad de fichas o papeletas escritas a
mano y que describían libros, artículos de revistas y comunicaciones
presentadas a congresos. En el cajón más bajo, su hermano y él guardaban las
chapas, las tapas de cajas de puros y de cerillas que hacían las veces de porterías
y postes- Encima de los cajones, como si fuera la balda de una estantería, estaban
colocados libros, encuadernados en símil pergamino, que correspondían a
facsímiles editados en la colección Joyas bibliográficas.
Al lado del sifonier había una estantería
de madera oscura, más alta, pero de menor profundidad. En sus baldas anidaban
libros de estudio, más facsímiles, las obras completas de Manuel Azaña y de
José Ortega y Gasset, así como una edición abreviada del Diccionario editado
por Espasa Calpe. En el estante más alto, pero que era el de menor altura, se
mostraban volúmenes de las colecciones Crisol y Crisolines, que
la editorial Aguilar de Madrid regalaba a sus colaboradores y amistades en
Navidad.
Frente a la puerta de entrada, había una
estantería con puertas de madera clara y cristales cubiertos por visillos. Su
interior custodiaba revistas y boletines profesionales y libros sobre archivos,
bibliotecas, museos, la fabricación de papel e historias de la imprenta en
general y en algún país o localidad.
Había un espacio entre este armario
estantería y la copia del retrato de Miguel de Cervantes atribuido a Juan de Jáuregui.
Estaba enmarcado en madera oscura y rodeado por un antiguo rosario, que se
refería a las relaciones del inmortal escritor con la Iglesia tanto en su vida
como en su obra. A ambos lados de retrato, estaban sujetos en la pared dos
medallones con escenas en relieve del Quijote.
Una mesa oscura ocupaba el ángulo entre la
pared y la ventana. Sus cajones contenían folios y holandesas en blanco, sobre
de correo ordinario y de avión, pruebas de imprenta, que se recortaban para
confeccionar fichas de tamaño internacional (12 x 7’5 cm-) en cuyo reverso en
blanco se describía una publicación. Sobre la superficie de la mesa reposaban
más libros, carpetas marrones y azules de gomas, un fichero de madera, una
reproducción de la Venus de Milo y una antigua máquina de escribir. Sobre ella,
colgado en la pared y enmarcado, se veía un grabado que reproducía la vista de
una ciudad.
Los cristales de la ventana estaban
cubiertos por unos finos visillos recogidos mediante un cordón. Al otro lado de
los cristales, se insinuaba las siluetas de geranios rojos, alhelíes y botón de
oro.
La contraventana derecha casi rozaba con
una magnífica estantería de madera clara, Ocupaba toda la pared hasta el hueco
de la puerta. La había construido un amigo de la guerra civil, un joven y
atractivo anarquista que, pocos días antes de concluir el conflicto armado, cambió
su cédula de identidad por la de un militar sublevado caído en batalla. La
estantería llegaba hasta unos cinco centímetros del techo, Constaba de tres secciones
o partes. En la baja, cerrada mediante puertas, se guardaban cajas y cajas de
archivo, que custodiaban, ordenados por años, los documentos y la
correspondencia de la familia.
La parte central la componía un fichero que
ocupaba todo el ancho de la estantería. Cada gaveta albergaba alfabéticamente
las papeletas de un inconcluso Diccionario de términos del arte y de
repertorios bibliográficos publicados o en curso de redacción.
La sección superior estaba formada por la
estantería propiamente dicha. Unos cuerpos contenían las publicaciones escritas
por los distintos miembros de la familia y estaban ordenadas por año de
edición. En otros se podían encontrar las obras completas de Azorín, Gabriel
Miró, Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Ramón María del Valle Inclán, la
biografía de Cervantes de Luis Astrana Marín, libros escritos por Américo
Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Marcel Bataillon, Luis S. Granjel, Gregorio
Marañón y de muchos otros estudiosos. Por último, un cuerpo y medio acogían el Manual
del librero español e iberoamericano de Antonio Palau Dulcet, las
Bibliothecas de Nicolás Antonio, el repertorio de Bartolomé José Gallardo,
otras muchas bibliografías, catálogos de bibliotecas y exposiciones y guías y
directorios de bibliotecas, archivos y museos.
Dos sillones idénticos, con brazos y
tapizados como la silla de la entrada, ocupaban los rincones formados, por un
lado, entre la cajonera y el armario estantería y, por otro, por la ventana y la
estantería principal.
Debajo mismo del retrato de Miguel de
Cervantes había un sillón de madera con brazos. Su respaldo estaba formado por
varios listones. A escasos centímetros del borde delantero del asiento del sillón
se extendía una amplia mesa de madera barnizada en color marrón claro. Disponía
de dos cajoneras de dos cajones cada una más otro en la parte central. En ellos
se guardaban taladradoras, grapadoras, secantes, falsillas, tinteros, papel en
blanco, cajetillas de tabaco, mecheros, cajas de cerillas … La superficie estaba
cubierta por un cristal. En él reposaban, entre otros objetos, una carpeta de
piel, un calendario, un cenicero y una lámpara de despacho con una bombilla
azul. Junto a la mesa había una papelera metálica de alambres. En su interior
se apreciaban algunos papeles arrugados.
En el centro geométrico del habitáculo, de
tres metros de ancho, por tres metros de profundidad y por tres metros de
altura, colgaba una lámpara de madera oscura con cuatro brazos, en cuyos
extremos lucía una bombilla cuando se encendía.
De repente, el niño se dio cuenta de que
en el sillón había un hombre sentado. Vestía un chaquetón de paño a cuadros. En
sus labios pendía un cigarrillo de tabaco, que desprendía un humo gris azulado
y un olor acre. Sus ojos eran azules, casi violetas y su cabello, rubio
ceniciento. Con la mano izquierda alborotaba su pelo, mientras que en la
derecha sostenía una pluma estilográfica, que se deslizaba suavemente sobre un
papel. Era su padre y estaba trabajando allí, a esas horas, mientras su madre y
hermanos dormían en sus camas. Se le quedó mirando fijamente, hasta grabar en
su memoria esa escena. Se dio media vuelta y regresó a su habitación. Mientras
caminaba por el pasillo, pensó: “Quiero ser como él”. Pero no lo consiguió.
Madrid, 18 de enero de 2020
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